La Edificación del Carácter

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A solas con Dios

Mientras Juan contemplaba las escenas de Horeb, el Espíritu de Aquel que santificó el séptimo día, vino sobre él. Contempló el pecado de Adán y la transgresión de la ley divina, y el terrible resultado de esa violación. El amor infinito de Dios, al dar a su Hijo para redimir a la raza perdida, parecía demasiado grande para ser expresado en el lenguaje humano. Como lo presenta en su epístola, él pide que la iglesia y el mundo lo contemplen. “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él”. 1 Juan 3:1. Era un misterio para Juan que Dios pudiera dar a su Hijo para morir por el hombre rebelde. Y lo desconcertaba el hecho de que el plan de salvación, trazado a un costo tan grande por el cielo, fuera rehusado por aquellos para quienes el sacrificio infinito había sido hecho. ECFP 73.1

Juan estaba, por así decirlo, a solas con Dios. Al aprender más del carácter divino, por medio de las obras de la creación, su reverencia hacia Dios aumentaba. A menudo se preguntó a sí mismo: ¿Por qué los hombres, que dependen tan completamente de Dios, no tratan de estar en paz con él por una obediencia voluntaria? El es infinito en sabiduría, y no hay límite para su poder. Controla los cielos con sus mundos incontables. Mantiene en perfecta armonía la grandiosidad y la hermosura de las cosas que ha creado. El pecado es la transgresión de la ley de Dios; y la penalidad del pecado es la muerte. No habría habido discordia en el cielo o en la tierra, si el pecado no hubiera entrado jamás. La desobediencia a la ley divina ha traído toda la miseria que ha existido entre las criaturas de Dios. ¿Por qué los hombres no se reconcilian con su Señor? ECFP 74.1

No es algo liviano pecar contra Dios: erigir la perversa voluntad del hombre en oposición a la voluntad de su Hacedor. Conviene a los mejores intereses de los hombres, aun en este mundo, obedecer los mandamientos de Dios. Y conviene, por cierto, a su eterno interés someterse a Dios y estar en paz con él. Las bestias del campo obedecen la ley de su Creador en el instinto que las gobierna. El habla al orgulloso océano: “Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante” (Job 38:11), y las aguas obedecen su palabra con prontitud. Los planetas son gobernados en orden perfecto, obedeciendo las leyes que Dios ha establecido. De todas las criaturas que Dios ha hecho sobre la tierra, sólo el hombre se ha rebelado. Sin embargo, posee facultades de razonamiento para comprender las exigencias de la ley divina, y una conciencia para sentir la culpabilidad de la transgresión por una parte, y la paz y el gozo de la obediencia por la otra. Dios lo hizo un agente moral libre, para obedecer o desobedecer. La recompensa de la vida eterna—un eterno peso de gloria—se promete a los que hacen la voluntad de Dios, en tanto que la amenaza de su ira pende sobre los que desafían su ley. ECFP 74.2