Primeros Escritos

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La crucifixión de Cristo

El Hijo de Dios fué entregado al pueblo para que éste lo crucificara. Con gritos de triunfo se llevaron al Salvador. Estaba débil y abatido por el cansancio, el dolor y la sangre perdida por los azotes y golpes que había recibido. Sin embargo, le cargaron a cuestas la pesada cruz en que pronto le clavarían. Jesús desfalleció bajo el peso. Tres veces le pusieron la cruz sobre los hombros, y otras tres veces se desmayó. A uno de sus discípulos, que no profesaba abiertamente la fe de Cristo, y que sin embargo creía en él, lo tomaron y le pusieron encima la cruz para que la llevase al lugar del suplicio. Huestes de ángeles estaban alineadas en el aire sobre aquel lugar. Algunos discípulos de Jesús le siguieron hasta el Calvario, tristes y llorando amargamente. Recordaban su entrada triunfal en Jerusalén pocos días antes, cuando le habían acompañado gritando: “¡Hosanna en las alturas!”, extendiendo sus vestiduras y hermosas palmas por el camino. Se habían figurado que iba entonces a posesionarse del reino y regir a Israel como príncipe temporal. ¡Cuán otra era la escena! ¡Cuán sombrías las perspectivas! No con regocijo ni con risueñas esperanzas, sino con el corazón quebrantado por el temor y el desaliento, seguían ahora lentamente y entristecidos al que, lleno de humillaciones y oprobios, iba a morir. PE 175.1

Allí estaba la madre de Jesús con el corazón transido de una angustia como nadie que no sea una madre amorosa puede sentir; sin embargo, también esperaba, lo mismo que los discípulos, que Cristo obrase algún estupendo milagro para librarse de sus verdugos. No podía soportar el pensamiento de que él consintiese en ser crucificado. Pero, después de hechos los preparativos, fué extendido Jesús sobre la cruz. Trajeron los clavos y el martillo. Desmayó el corazón de los discípulos. La madre de Jesús quedó postrada por insufrible agonía. Antes de que el Salvador fuese clavado en la cruz, los discípulos la apartaron de aquel lugar, para que no oyese el chirrido de los clavos al atravesar los huesos y la carne de los delicados pies y manos de Cristo, quien no murmuraba, sino que gemía agonizante. Su rostro estaba pálido y gruesas gotas de sudor le bañaban la frente. Satanás se regocijaba del sufrimiento que afligía al Hijo de Dios, y sin embargo, recelaba que hubiesen sido vanos sus esfuerzos para estorbar el plan de salvación, y que iba a perder su dominio y quedar finalmente anonadado él mismo. PE 175.2

Después de clavar a Jesús en la cruz, la levantaron en alto para hincarla violentamente en el hoyo abierto en el suelo, y esta sacudida desgarró las carnes del Salvador y le ocasionó los más intensos sufrimientos. Para que la muerte de Jesús fuese lo más ignominiosa que se pudiese, crucificaron con él a dos ladrones, uno a cada lado. Estos dos ladrones opusieron mucha resistencia a los verdugos, quienes por fin les sujetaron los brazos y los clavaron en sus cruces. Pero Jesús se sometió mansamente. No necesitó que nadie lo forzara a extender sus brazos sobre la cruz. Mientras los ladrones maldecían a sus verdugos, el Salvador oraba en agonía por sus enemigos, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” No sólo soportaba Cristo agonía corporal, sino que pesaban sobre él los pecados del mundo entero. PE 176.1

Pendiente Cristo de la cruz, algunos de los que pasaban por delante de ella inclinaban las cabezas como si reverenciasen a un rey y le decían: “Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz.” Satanás había empleado las mismas palabras en el desierto: “Si eres Hijo de Dios.” Los príncipes de los sacerdotes, ancianos y escribas le escarnecían diciendo: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él.” Los ángeles que se cernían sobre la escena de la crucifixión de Cristo, se indignaron al oir el escarnio de los príncipes que decían: “Si es el Hijo de Dios, sálvese a sí mismo.” Deseaban libertar a Jesús, pero esto no les fué permitido. No se había logrado todavía el objeto de su misión. PE 176.2

Durante las largas horas de agonía en que Jesús estuvo pendiente de la cruz, no se olvidó de su madre, la cual había vuelto al lugar de la terrible escena, porque no le era posible permanecer más tiempo apartada de su Hijo. La última lección de Jesús fué de compasión y humanidad. Contempló el afligido semblante de su quebrantada madre, y después dirigió la vista a su amado discípulo Juan. Dijo a su madre: “Mujer, he ahí tu hijo.” Y después le dijo a Juan: “He ahí tu madre.” Desde aquella hora, Juan se la llevó a su casa. PE 177.1

Jesús tuvo sed en su agonía, y le dieron a beber hiel y vinagre; pero al gustar el brebaje, lo rehusó. Los ángeles habían presenciado la agonía de su amado Jefe hasta que ya no pudieron soportar aquel espectáculo, y se velaron el rostro por no ver la escena. El sol no quiso contemplar el terrible cuadro. Jesús clamó en alta voz, una voz que hizo estremecer de terror el corazón de sus verdugos: “Consumado es.” Entonces el velo del templo se desgarró de arriba abajo, la tierra tembló y se hendieron las peñas. Densas tinieblas cubrieron la faz de la tierra. Al morir Jesús, pareció desvanecerse la última esperanza de los discípulos. Muchos de ellos presenciaron la escena de su pasión y muerte, y llenóse el cáliz de su tristeza. PE 177.2

Satanás no se regocijó entonces como antes. Había esperado desbaratar el plan de salvación; pero sus fundamentos llegaban demasiado hondo. Y ahora, por la muerte de Cristo, conoció que él habría de morir finalmente y que su reino sería dado a Jesús. Tuvo Satanás consulta con sus ángeles. Nada había logrado contra el Hijo de Dios, y era necesario redoblar los esfuerzos y volverse con todo su poder y astucia contra sus discípulos. Debían Satanás y sus ángeles impedir a todos cuantos pudiesen que recibieran la salvación comprada para ellos por Jesús. Obrando así, todavía podría Satanás actuar contra el gobierno de Dios. También le convenía por su propio interés apartar de Cristo a cuantos seres humanos pudiese, porque los pecados de los redimidos con su sangre caerán al fin sobre el causante del pecado, quien habrá de sufrir el castigo de aquellos pecados, mientras que quienes no acepten la salvación por Jesús sufrirán la penalidad de sus propios pecados. PE 177.3

Cristo había vivido sin riquezas ni honores ni pompas mundanas. Su abnegación y humildad contrastaban señaladamente con el orgullo y el egoísmo de los sacerdotes y ancianos. La inmaculada pureza de Jesús reprobaba de continuo los pecados de ellos. Le despreciaban por su humildad, pureza y santidad. Pero los que le despreciaron en la tierra han de verle un día en la grandeza del cielo, en la insuperable gloria de su Padre. PE 178.1

En el patio del tribunal, estuvo rodeado de enemigos sedientos de su sangre; pero aquellos empedernidos que vociferaban: “Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos,” le contemplarán honrado como Rey, escoltado en su regreso por todas las huestes angélicas que, con cánticos de victoria, atribuirán majestad y poderío al que fué muerto, y sin embargo, vive aún como poderoso vencedor. PE 178.2

El pobre, débil y mísero hombre escupió en el rostro del Rey de gloria, y las turbas respondieron con una brutal gritería de triunfo al degradante insulto. Con crueles bofetadas desfiguraron aquel rostro que henchía los cielos de admiración. Pero quienes le maltrataron volverán a contemplar aquel rostro brillante como el sol meridiano e intentarán huir delante de su mirada. En vez de la brutal gritería de triunfo, se lamentarán acerca de él. PE 178.3

Jesús mostrará sus manos señaladas por los estigmas de su crucifixión. Siempre perdurarán los rastros de esa crueldad. Cada estigma de los clavos hablará de la maravillosa redención del hombre y del subidísimo precio que costó. Quienes le traspasaron con la lanza verán la herida y deplorarán con profunda angustia la parte que tomaron en desfigurar su cuerpo. PE 178.4

Sus asesinos se sintieron muy molestados por la inscripción: “Rey de los judíos,” colocada en la cruz sobre la cabeza del Salvador; pero ha de llegar el día en que estarán obligados a verle en toda su gloria y regio poderío. Contemplarán la inscripción: “Rey de reyes y Señor de señores” escrita con vívidos caracteres en su túnica y en su muslo. Al verle pendiente de la cruz, clamaron en son de mofa los príncipes de los sacerdotes: “El Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos.” Pero cuando vuelva le verán con regio poder y autoridad, y no pedirán pruebas de si es Rey de Israel, sino que, abrumados por el influjo de su majestad y excelsa gloria no tendrán más remedio que reconocer: “Bendito el que viene en nombre del Señor.” PE 179.1

Los enemigos de Jesús se conturbaron y sus verdugos se estremecieron cuando al exhalar el potente grito: “Consumado es,” entregó la vida, y tembló el suelo, se hendieron las peñas y las tinieblas cubrieron la tierra. Los discípulos se admiraron de tan singulares manifestaciones, pero sus esperanzas estaban anonadadas. Temían que los judíos procurasen matarlos a ellos también. Estaban seguros de que el odio manifestado contra el Hijo de Dios no terminaría allí. Pasaron solitarias horas llorando la pérdida de sus esperanzas. Habían confiado en que Jesús reinase como príncipe temporal, pero sus esperanzas murieron con él. En su triste desconsuelo, dudaban de si no les habría engañado. Aun su misma madre vacilaba en creer que fuese el Mesías. PE 179.2

A pesar del desengaño sufrido por los discípulos acerca de sus esperanzas con respecto a Jesús, todavía le amaban y querían dar honrosa sepultura a su cuerpo, pero no sabían cómo lograrlo. José de Arimatea, un rico e influyente consejero de entre los judíos, y fiel discípulo de Jesús, se dirigió en privado pero con entereza a Pilato, pidiéndole el cuerpo del Salvador. No se atrevió a ir abiertamente por temor al odio de los judíos. Los discípulos temían que se procuraría impedir que el cuerpo de Cristo recibiese honrosa sepultura. Pilato accedió a la demanda, y los discípulos bajaron de la cruz el inanimado cuerpo, lamentando con profunda angustia sus malogradas esperanzas. Cuidadosamente envolvieron el cuerpo en un sudario de lino fino y lo enterraron en un sepulcro nuevo, propiedad de José. PE 179.3

Las mujeres que habían seguido humildemente a Jesús en vida, no quisieron separarse de él hasta verlo sepultado en la tumba y ésta cerrada con una pesadísima losa de piedra, para que sus enemigos no viniesen a robar el cuerpo. Pero no necesitaban temer, porque vi que las huestes angélicas vigilaban solícitamente el sepulcro de Jesús, esperando con vivo anhelo la orden de cumplir su parte en la obra de librar de su cárcel al Rey de gloria. PE 180.1

Los verdugos de Cristo temían que todavía pudiese volver a la vida y escapárseles de las manos, por lo que pidieron a Pilato una guardia de soldados para que cuidasen el sepulcro hasta el tercer día. Esto les fué concedido y fué sellada la losa de la entrada del sepulcro, a fin de que los discípulos no vinieran a llevarse el cuerpo y decir después que había resucitado de entre los muertos. PE 180.2