Primeros Escritos
El enjuiciamiento de Cristo
Al salir del cielo los ángeles se despojaron tristemente de sus resplandecientes coronas. No podían ceñírselas mientras su Caudillo estuviese sufriendo y hubiese de llevar una de espinas. Satanás y sus ángeles andaban muy atareados por el patio del tribunal, para sofocar todo sentimiento humanitario y de simpatía respecto de Jesús. El ambiente era pesado, y estaba contaminado por la influencia satánica. Los sacerdotes y ancianos eran incitados por los ángeles malignos a insultar y maltratar a Jesús de un modo dificilísimo de soportar por la naturaleza humana. Esperaba Satanás que semejantes escarnios y violencia arrancarían del Hijo de Dios alguna queja o murmuración, o que manifestaría su divino poder desasiéndose de las garras de la multitud, con lo que fracasaría el plan de salvación. PE 169.1
Pedro siguió a su Señor después de la entrega, pues anhelaba ver lo que iban a hacer con Jesús; pero cuando lo acusaron de ser uno de sus discípulos, temió por su vida y declaró que no conocía al hombre. Se distinguían los discípulos de Jesús por la honestidad de su lenguaje, y para convencer a sus acusadores de que no era discípulo de Cristo, Pedro negó la tercera vez lanzando imprecaciones y juramentos. Jesús, que estaba a alguna distancia de Pedro, le dirigió una mirada triste de reconvención. Entonces el discípulo se acordó de las palabras que le había dirigido Jesús en el cenáculo, y también recordó que él había contestado diciendo: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.” Pedro acababa de negar a su Señor con imprecaciones y juramentos, pero aquella mirada de Jesús conmovió su corazón y lo salvó. Con amargas lágrimas se* arrepintió de su grave pecado, se convirtió y estuvo entonces preparado para confirmar a sus hermanos. PE 169.2
La multitud clamaba por la sangre de Jesús. Lo azotaron cruelmente, le vistieron un viejo manto de púrpura y ciñeron su sagrada cabeza con una corona de espinas. Después le pusieron una caña en las manos, e inclinándose por burla ante él, le saludaban sarcásticamente diciendo: “¡Salve, Rey de los judíos!” Luego le quitaban la caña de las manos y le golpeaban con ella la cabeza, de modo que las espinas de la corona le penetraban las sienes, ensangrentándole el rostro y la barba. PE 170.1
Era difícil para los ángeles soportar la vista de aquel espectáculo. Hubieran libertado a Jesús, pero sus caudillos se lo prohibían diciendo que era grande el rescate que se había de pagar por el hombre; pero que sería completo y causaría la muerte aun del que tenía el imperio de la muerte. Jesús sabía que los ángeles presenciaban la escena de su humillación. El más débil de entre ellos hubiera bastado para derribar aquella turba de mofadores y libertar a Jesús, quien sabía también que, con sólo pedírselo a su Padre, los ángeles le hubieran librado instantáneamente. Pero era necesario que sufriese la violencia de los malvados para cumplir el plan de salvación. PE 170.2
Jesús se mantenía manso y humilde ante la enfurecida multitud que tan vilmente lo maltrataba. Le escupían en el rostro, aquel rostro del que algún día querrán ocultarse, y que ha de iluminar la ciudad de Dios con mayor refulgencia que el sol. Cristo no echó sobre sus verdugos ni una mirada de cólera. Cubriéndole la cabeza con una vestidura vieja, le vendaron los ojos y, abofeteándole, exclamaban: “Profetiza, ¿quién es el que te golpeó?” Los ángeles se conmovieron; hubieran libertado a Jesús en un momento, pero sus dirigentes los retuvieron. PE 170.3
Algunos discípulos habían logrado entrar donde Jesús estaba, y presenciar su pasión. Esperaban que manifestase su divino poder librándose de manos de sus enemigos y castigándolos por la crueldad con que le trataban. Sus esperanzas se despertaban y se desvanecían alternativamente según iban sucediéndose las escenas. A veces dudaban y temían haber sido víctimas de un engaño. Pero la voz oída en el monte de la transfiguración y la gloria que allí habían contemplado fortalecían su creencia de que Jesús era el Hijo de Dios. Recordaban las escenas que habían presenciado, los milagros hechos por Jesús al sanar a los enfermos, dar vista a los ciegos y oído a los sordos, al reprender y expulsar a los demonios, resucitar muertos y calmar los vientos y las olas. No podían creer que hubiese de morir. Esperaban que aún se levantaría con poder e imperiosa voz para dispersar la multitud sedienta de sangre, como cuando entró en el templo y arrojó de allí a los que convertían la casa de Dios en lonja de mercaderes, y huyeron ante él como perseguidos por una compañía de soldados armados. Esperaban los discípulos que Jesús manifestara su poder y convenciese a todos de que era el Rey de Israel. PE 170.4
Judas se vió invadido de amargo remordimiento y vergüenza por su acto de traición al entregar a Jesús. Y al presenciar las crueldades que padecía el Salvador, quedó completamente abrumado. Había amado a Jesús; pero había amado aún más el dinero. No había pensado que Jesús pudiera consentir en que lo prendiese la turba que él condujera. Había contado con que haría un milagro para librarse de ella. Pero al ver, en el patio del tribunal, a la enfurecida multitud, sedienta de sangre, sintió todo el peso de su culpa; y mientras muchos acusaban vehementemente a Jesús, precipitóse él por en medio de la turba confesando que había pecado al entregar la sangre inocente. Ofreció a los sacerdotes el dinero que le habían pagado, y les rogó que dejaran libre a Jesús, pues era del todo inocente. PE 171.1
La confusión y el enojo que estas palabras produjeron en los sacerdotes, los redujeron al silencio por breves momentos. No querían que el pueblo supiera que habían sobornado a uno de los que se decían discípulos de Jesús para que se lo entregara. Deseaban ocultar que le habían buscado como si fuese un ladrón y prendido secretamente. Pero la confesión de Judas y su hosco y culpable aspecto, desenmascararon a los sacerdotes ante los ojos de la multitud y demostraron que por odio habían prendido a Jesús. Cuando Judas declaró en voz alta que Jesús era inocente, los sacerdotes respondieron: “¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!” Tenían a Jesús en su poder y estaban resueltos a no dejarlo escapar. Abrumado Judas por la angustia, arrojó a los pies de quienes lo habían comprado las monedas que ahora despreciaba y, horrorizado, salió y se ahorcó. PE 171.2
Había entre la multitud que le rodeaba muchos que simpatizaban con Jesús, y el silencio que observaba frente a las preguntas que le hacían, maravillaba a los circunstantes. A pesar de las mofas y violencias de las turbas no denotó Jesús en su rostro el más leve ceño ni siquiera una señal de turbación. Se mantuvo digno y circunspecto. Los espectadores lo contemplaban con asombro, comparando su perfecta figura y su firme y digno continente con el aspecto de quienes lo juzgaban. Unos a otros se decían que tenía más aire de rey que ninguno de los príncipes. No le notaban indicio alguno de criminal. Sus ojos eran benignos, claros, indómitos; y su frente, amplia y alta. Todos los rasgos de su fisonomía expresaban enérgicamente benevolencia y nobles principios. Su paciencia y resignación eran tan sobrehumanas, que muchos temblaban. Aun Herodes y Pilato se conturbaron grandemente ante su noble y divina apostura. PE 172.1
Desde un principio se convenció Pilato de que Jesús no era un hombre como los demás. Lo consideraba un personaje de excelente carácter y de todo punto inocente de las acusaciones que se le imputaban. Los ángeles testigos de la escena observaban el convencimiento del gobernador romano, y para disuadirle de la horrible acción de entregar a Cristo para que lo crucificaran, fué enviado un ángel a la mujer de Pilato, para que le dijera en sueños que era el Hijo de Dios a quien estaba juzgando su esposo y que sufría inocentemente. Ella envió en seguida un recado a Pilato refiriéndole que había tenido un sueño muy penoso respecto a Jesús, y aconsejándole que no hiciese nada contra aquel santo varón. El mensajero, abriéndose apresuradamente paso por entre la multitud, entregó la carta en las propias manos de Pilato. Al leerla, éste tembló, palideció y resolvió no hacer nada por su parte para condenar a muerte a Cristo. Si los judíos querían la sangre de Jesús, él no prestaría su influencia para ello, sino que se esforzaría por libertarlo. PE 172.2
Cuando Pilato supo que Herodes estaba en Jerusalén, sintió un gran alivio, porque con esto esperó verse libre de toda responsabilidad en el proceso y condena de Jesús. En seguida envió a Jesús, con sus acusadores, a la presencia de Herodes. Este príncipe se había endurecido en el pecado. El asesinato de Juan el Bautista había dejado en su conciencia una mancha que no le era posible borrar, y al enterarse de los portentos obrados por Jesús, había temblado de miedo creyendo que era Juan el Bautista resucitado de entre los muertos. Cuando Jesús fué puesto en sus manos por Pilato, consideró Herodes aquel acto como un reconocimiento de su poder, autoridad y magistratura, y por ello se reconcilió con Pilato, con quien estaba enemistado. Herodes tuvo mucho gusto en ver a Jesús y esperó que para satisfacerle obraría algún prodigio; pero la obra de Jesús no consistía en satisfacer curiosidades ni procurar su propia seguridad. Su poder divino y milagroso había de ejercerse en la salvación del género humano, y no en su provecho particular. PE 173.1
Nada respondió Jesús a las muchas preguntas de Herodes ni a sus enemigos que vehementemente le acusaban. Herodes se enfureció porque Jesús no parecía temer su poder, y con sus soldados se mofó del Hijo de Dios, le escarneció y le maltrató. Sin embargo, se asombró del noble y divino aspecto de Jesús cuando le maltrataban bochornosamente y, temeroso de condenarle, le volvió a enviar a Pilato. PE 173.2
Satanás y sus ángeles tentaban a Pilato y procuraban arrastrarle a la ruina. Le sugirieron la idea de que si no condenaba a Jesús, otros le condenarían. La multitud estaba sedienta de su sangre, y si no lo entregaba para ser crucificado, perdería su poder y honores mundanos y se le acusaría de creer en el impostor. Temeroso de perder su poder y autoridad, consintió Pilato en la muerte de Jesús. No obstante, puso su sangre sobre los acusadores, y la multitud la aceptó exclamando a voz en cuello: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.” Sin embargo, Pilato no fué inocente, y resultó culpable de la sangre de Cristo. Por interés egoísta, por el deseo de ser honrado por los grandes de la tierra, entregó a la muerte a un inocente. Si Pilato hubiese obedecido a sus convicciones, nada hubiese tenido que ver con la condena de Jesús. PE 174.1
El aspecto y las palabras de Jesús durante su proceso impresionaron el ánimo de muchos de los que estaban presentes en aquella ocasión. El resultado de la influencia así ejercida se hizo patente después de su resurrección. Entre quienes entonces ingresaron en la iglesia, se contaban muchos cuyo convencimiento databa del proceso de Jesús. PE 174.2
Grande fué la ira de Satanás al ver que toda la crueldad que por incitación suya habían infligido los judíos a Jesús, no le había arrancado la más leve queja. Aunque se había revestido de la naturaleza humana, estaba sustentado por divina fortaleza, y no se apartó en lo más mínimo de la voluntad de su Padre. PE 174.3