Obreros Evangélicos

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Sencillez en la enseñanza de Cristo

Nunca hubo un evangelista como Cristo. El era la Majestad del cielo, pero se humilló para tomar nuestra naturaleza, a fin de poder encontrar a los hombres donde estaban. A todos, ricos y pobres, libres y siervos, Cristo, el Mensajero del pacto, trajo las nuevas de salvación. Su fama de gran Médico cundió por toda Palestina. Los enfermos acudían a los lugares por donde debía pasar a fin de pedirle auxilio. Allí también iban muchos ansiosos de oír sus palabras y recibir el toque de su mano. Así iba de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio y sanando a los enfermos,—Rey de gloria en el humilde atavío de la humanidad. OE 44.2

Asistía a las grandes fiestas anuales de la nación, y a la multitud absorta en los detalles exteriores de la ceremonia le hablaba de cosas celestiales, trayendo la eternidad a su vista. A todos presentaba tesoros de la fuente de sabiduría. Les hablaba en lenguaje tan sencillo que no podían menos que comprenderlo. Por métodos peculiarmente suyos, ayudaba a todos los que estaban en tristeza y aflicción. Con gracia tierna y cortés, ministraba al alma enferma de pecado, dándole sanidad y fuerza. OE 45.1

El, Príncipe de los maestros, trataba de tener acceso a la gente por la senda de sus asociaciones más familiares. Presentaba la verdad de tal manera que más tarde, siempre sus oyentes la entrelazaban con sus recuerdos y afectos más santos. Enseñaba de tal modo que les hacía sentir la plenitud de su identificación con los intereses y la felicidad de ellos. Su instrucción era tan directa, sus ilustraciones tan apropiadas, sus palabras tan llenas de simpatía y alegría, que sus oyentes quedaban encantados. La sencillez y fervor con que se dirigía a los menesterosos, santificaban toda palabra. OE 45.2