La Historia de la Redención

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El segundo juicio

“Entonces fue el jefe de la guardia con los alguaciles, y los trajo sin violencia, porque temían ser apedreados por el pueblo. Cuando los trajeron, los presentaron ante el concilio, y el sumo sacerdote les preguntó, diciendo: ¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en este nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre”. En ese momento no estaban tan dispuestos a llevar la culpa de asesinar a Jesús, como cuando se unieron a la turba degradada para gritar: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”. Mateo 27:25. HR 266.2

Pedro, con los otros apóstoles, asumió la misma estrategia defensiva que en su juicio anterior: “Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. Un ángel enviado por Dios los libro de la prisión y les mandó enseñar en el templo. Al seguir sus indicaciones estaban obedeciendo el mandato divino, y debían continuar haciéndolo no importaba cuánto les costara. Pedro continuó: “El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen”. HR 267.1

El Espíritu de la inspiración descendió sobre los apóstoles, y los acusados se convirtieron en acusadores, y cargaron el asesinato de Cristo sobre los sacerdotes y gobernantes que componían el concilio. Los judíos se enfurecieron tanto que decidieron tomar la ley en sus manos, sin continuar el juicio y sin tener la autorización de los funcionarios romanos, para dar muerte a sus prisioneros. Culpables ya de la sangre de Cristo, estaban ansiosos ahora de manchar sus manos con la sangre de los apóstoles. Pero había entre ellos un hombre erudito y de elevada posición, cuya clara inteligencia previó las terribles consecuencias de un paso tan violento. Dios suscitó un hombre del mismo concilio para detener la violencia de los sacerdotes y gobernantes. HR 267.2

Gamaliel, docto fariseo, hombre de gran reputación, era extremadamente cauto, y después de hablar en favor de los prisioneros pidió que los retiraran de la sala. Entonces dijo cuidadosamente y con mucha calma: “Varones israelitas, mirad por vosotros lo que vais a hacer con respecto a estos hombres. Porque antes de estos días se levantó Teudas, diciendo que era alguien. A éste se unió un número como de cuatrocientos hombres; pero él fue muerto, y todos los que le obedecían fueron dispersados y reducidos a nada. Después de éste, se levantó Judas el galileo, en los días del censo, y llevó en pos de sí a mucho pueblo. Pereció también él, y todos los que le obedecían fueron dispersados. Y ahora os digo: Apartaos de estos hombres y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá; mas si es de Dios, no la podéis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios”. HR 268.1

Lo menos que podían hacer los sacerdotes era verificar cuán razonable era esta opinión; se vieron obligados a estar de acuerdo con él, y muy a su pesar dejaron libres a los prisioneros, después de azotarlos con varas y de encomendarles una y otra vez que no predicaran más en el nombre de Jesús, o pagarían con sus vidas la culpa de su osadía. “Y ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre. Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo”. HR 268.2

Bien podían los perseguidores de los apóstoles sentirse perturbados cuando se dieron cuenta de su incapacidad para aplastar a estos testigos de Cristo, que tenían fe y valor suficiente para convertir la vergüenza en gloria y el dolor en alegría por causa de su Maestro, que había sufrido humillación y agonía antes que ellos. De modo pues que los valientes discípulos continuaron enseñando en público, y secretamente también en las casas por pedido de sus habitantes que no se atrevían a confesar abiertamente su fe, por temor de los judíos. HR 268.3