La Oración
Elías
Entre las montañas de Galaad, al oriente del Jordán, moraba en los días de Acab un hombre de fe y oración cuyo ministerio intrépido estaba destinado a detener la rápida extensión de la apostasía en Israel. Alejado de toda ciudad de renombre y sin ocupar un puesto elevado en la vida, Elías el tisbita inició sin embargo su misión confiando en el propósito que Dios tenía de preparar el camino delante de él y darle abundante éxito. La palabra de fe y de poder estaba en sus labios, y consagraba toda su vida a la obra de reforma. La suya era la voz de quien clama en el desierto para reprender el pecado y rechazar la marea del mal. Y aunque se presentó al pueblo para reprender el pecado, su mensaje ofrecía el bálsamo de Galaad a las almas enfermas de pecado que deseaban ser sanadas. Or 163.1
Mientras Elías veía a Israel hundirse cada vez más en la idolatría, su alma se angustiaba y se despertó su indignación. Dios había hecho grandes cosas para su pueblo. Lo había libertado de la esclavitud y le había dado “las tierras de las gentes... para que guardasen sus estatutos, y observasen sus leyes”. Salmos 105:44, 45. Pero los designios benéficos de Jehová habían quedado casi olvidados. La incredulidad iba separando rápidamente a la nación escogida de la Fuente de su fortaleza. Mientras consideraba esta apostasía desde su retiro en las montañas, Elías se sentía abrumado de pesar. Con angustia en el alma rogaba a Dios que detuviese en su impía carrera al pueblo una vez favorecido, que le enviase castigos si era necesario, para inducirlo a ver lo que realmente significaba su separación del cielo. Anhelaba verlo inducido al arrepentimiento antes de llegar en su mal proceder al punto de provocar tanto al Señor que lo destruyese por completo. Or 163.2
La oración de Elías fue contestada. Las súplicas, reprensiones y amonestaciones que habían sido repetidas a menudo no habían inducido a Israel a arrepentirse. Había llegado el momento en que Dios debía hablarle por medio de los castigos. Por cuanto los adoradores de Baal aseveraban que los tesoros del cielo, el rocío y la lluvia, no provenían de Jehová, sino de las fuerzas que regían la naturaleza, y que la tierra era enriquecida y hecha abundantemente fructífera mediante la energía creadora del sol, la maldición de Dios iba a descansar gravosamente sobre la tierra contaminada. Se iba a demostrar a las tribus apóstatas de Israel cuán insensato era confiar en el poder de Baal para obtener bendiciones temporales. Hasta que dichas tribus se volviesen a Dios arrepentidas y le reconociesen como fuente de toda bendición, no descendería rocío ni lluvia sobre la tierra.—La Historia de Profetas y Reyes, 87, 88. Or 163.3
Elías ora para sacar a su pueblo de la idolatría
El temor de Dios escaseaba cada vez más en Israel. Los signos blasfemos de su idolatría ciega se veían entre el Israel de Dios. No había ninguno que se atreviera a exponer su vida al colocarse abiertamente en oposición a la idolatría blasfema que imperaba. Los altares de Baal y los sacerdotes de Baal que sacrificaban al sol, la luna y las estrellas se veían por todas partes. Habían consagrado templos y arboledas, donde se adoraban obras de hechura humana. Los beneficios que Dios le dio a su pueblo no despertó en ellos la gratitud hacia el Dador. Ellos le atribuían al favor de sus dioses todos los dones del cielo, los manantiales, las corrientes de agua viva, el suave rocío y las lluvias que refrescaban la tierra y causaban que sus campos produjeran frutos abundantes. Or 164.1
La fiel alma de Elías se contristaba. Se despertó su indignación y sintió celos por la gloria de Dios. Vio que Israel se había hundido en temible apostasía. Estaba abrumado con asombro y pena por la apostasía del pueblo cuando trajo a la memoria las grandes cosas que Dios había hecho por ellos. Pero todo esto había sido olvidado por la mayoría. Fue ante la presencia de Dios, y con el alma conmovida y angustiada, le rogó que salvase a su pueblo si este tenía que ser castigado. Le rogó que privase a su pueblo desagradecido del rocío y la lluvia, los tesoros del cielo, de manera que el Israel apóstata acudiera a sus ídolos de oro, madera y piedra, al sol, la luna y las estrellas, en busca de rocío y lluvia, y al no obtener resultados, se tornasen arrepentidos hacia Dios.—The Review and Herald, 16 de septiembre de 1873. Or 164.2
La victoria de Elías gracias a la oración
Durante los largos años de sequía y hambre, Elías rogó fervientemente que el corazón de Israel se tornase de la idolatría a la obediencia a Dios. Pacientemente aguardaba el profeta mientras que la mano del Señor apremiaba gravosamente la tierra castigada. Mientras veía multiplicarse por todos lados las manifestaciones de sufrimiento y escasez, su corazón se agobiaba de pena y suspiraba por el poder de provocar una presta reforma. Pero Dios mismo estaba cumpliendo su plan, y todo lo que su siervo podía hacer era seguir orando con fe y aguardar el momento de una acción decidida.—La Historia de Profetas y Reyes, 97. Or 165.1
Debemos orar mucho en secreto. Cristo es la vid, y nosotros los sarmientos. Y si queremos crecer y fructificar, debemos absorber continuamente savia y nutrición de la viviente Vid, porque separados de ella no tenemos fuerza. Or 165.2
Pregunté al ángel por qué no había más fe y poder en Israel. Me respondió: “Soltáis demasiado pronto el brazo del Señor. Asediad el trono con peticiones, y persistid en ellas con firme fe. Las promesas son seguras. Creed que vais a recibir lo que pidáis y lo recibiréis”. Se me presentó entonces el caso de Elías, quien estaba sujeto a las mismas pasiones que nosotros y oraba fervorosamente. Su fe soportó la prueba. Siete veces oró al Señor y por fin vió la nubecilla. Vi que habíamos dudado de las promesas seguras y ofendido al Salvador con nuestra falta de fe. El ángel dijo: “Cíñete la armadura, y sobre todo, toma el escudo de la fe que guardará tu corazón, tu misma vida, de los dardos de fuego que lancen los malvados”. Si el enemigo logra que los abatidos aparten sus ojos de Jesús, se miren a sí mismos y fijen sus pensamientos en su indignidad en vez de fijarlos en los méritos, el amor y la compasión de Jesús, los despojará del escudo de la fe, logrará su objeto, y ellos quedarán expuestos a violentas tentaciones. Por lo tanto, los débiles han de volver los ojos hacia Jesús y creer en él. Entonces ejercitarán la fe.—Primeros Escritos, 73. Or 165.3
Los mensajeros de Dios deben pasar mucho tiempo con él, si quieren tener éxito en su obra. Se cuenta lo siguiente acerca de una anciana del Lancashire que estaba escuchando las razones que sus vecinas daban para explicar el éxito de su pastor. Hablaban de sus dones, de su modo de hablar, de sus modales. Pero ella dijo: “No; yo les voy a decir en qué consiste todo. Vuestro pastor pasa mucho tiempo con el Todopoderoso”. Or 166.1
Cuando los hombres sean tan consagrados como Elías y posean la fe que él tenía, Dios se revelará como entonces. Cuando los hombres eleven súplicas al Señor como Jacob, se volverán a ver los resultados que se vieron entonces. Vendrá poder de Dios en respuesta a la oración de fe.—Obreros Evangélicos, 268, 269. Or 166.2
La espectacular respuesta a la oración de Elías en el Monte Carmelo
Recordando al pueblo la larga apostasía que había despertado la ira de Jehová, Elías lo invitó a humillar su corazón y a retornar al Dios de sus padres, a fin de que pudiese borrarse la maldición que descansaba sobre la tierra. Luego, postrándose reverentemente delante del Dios invisible, elevó las manos hacia el cielo y pronunció una sencilla oración. Desde temprano por la mañana hasta el atardecer, los sacerdotes de Baal habían lanzado gritos y espumarajos mientras daban saltos; pero mientras Elías oraba, no repercutieron gritos sobre las alturas del Carmelo. Oró como quien sabía que Jehová estaba allí, presenciando la escena y escuchando sus súplicas. Los profetas de Baal habían orado desenfrenada e incoherentemente. Elías rogó con sencillez y fervor a Dios que manifestase su superioridad sobre Baal, a fin de que Israel fuese inducido a regresar hacia él. Or 166.3
Dijo el profeta en su súplica: “Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Jehová, respóndeme; para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú volviste atrás el corazón de ellos”. 1 Reyes 18:36, 37. Or 167.1
Sobre todos los presentes pesaba un silencio opresivo en su solemnidad. Los sacerdotes de Baal temblaban de terror. Conscientes de su culpabilidad, veían llegar una presta retribución. Or 167.2
Apenas acabó Elías su oración, bajaron del cielo sobre el altar llamas de fuego, como brillantes relámpagos, y consumieron el sacrificio, evaporaron el agua de la trinchera y devoraron hasta las piedras del altar. El resplandor del fuego iluminó la montaña y deslumbró a la multitud. En los valles que se extendían más abajo, donde muchos observaban, suspensos de ansiedad, los movimientos de los que estaban en la altura, se vio claramente el descenso del fuego, y todos se quedaron asombrados por lo que veían. Era algo semejante a la columna de fuego que al lado del Mar Rojo separó a los hijos de Israel de la hueste egipcia.—La Historia de Profetas y Reyes, 112. Or 167.3
Las oraciones de Elías reclamando por fe las promesas de Dios
Una vez muertos los profetas de Baal, quedaba preparado el camino para realizar una poderosa reforma espiritual entre las diez tribus del reino septentrional. Elías había presentado al pueblo su apostasía; lo había invitado a humillar su corazón y a volverse al Señor. Los juicios del cielo habían sido ejecutados; el pueblo había confesado sus pecados y había reconocido al Dios de sus padres como el Dios viviente, y ahora iba a retirarse la maldición del cielo y se renovarían las bendiciones temporales de la vida. La tierra iba a ser refrigerada por la lluvia. Elías dijo a Acab: “Sube, come y bebe; porque una grande lluvia suena”. Luego el profeta se fue a la cumbre del monte para orar. Or 167.4
El que Elías pudiese invitar confiadamente a Acab a que se preparase para la lluvia no se debía a que hubiese evidencias externas de que estaba por llover. El profeta no veía nubes en los cielos; ni oía truenos. Expresó simplemente las palabras que el Espíritu del Señor lo movía a decir en respuesta a su propia fe poderosa. Durante todo el día, había cumplido sin vacilar la voluntad de Dios, y había revelado su confianza implícita en las profecías de la palabra de Dios; y ahora, habiendo hecho todo lo que estaba a su alcance, sabía que el cielo otorgaría libremente las bendiciones predichas. El mismo Dios que había mandado la sequía había prometido abundancia de lluvia como recompensa del proceder correcto; y ahora Elías aguardaba que se derramase la lluvia prometida. En actitud humilde, “su rostro entre las rodillas,” suplicó a Dios en favor del penitente Israel. Vez tras vez, Elías mandó a su siervo a un lugar que dominaba el Mediterráneo, para saber si había alguna señal visible de que Dios había oído su oración. Cada vez volvió el siervo con la contestación: “No hay nada”. El profeta no se impacientó ni perdió la fe, sino que continuó intercediendo con fervor. Seis veces el siervo volvió diciendo que no había señal de lluvia en los cielos que parecían de bronce. Sin desanimarse, Elías lo envió nuevamente; y esta vez el siervo regresó con la noticia: “Yo veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube de la mar”. Or 168.1
Esto bastaba. Elías no aguardó que los cielos se ennegreciesen. En esa pequeña nube, vio por fe una lluvia abundante y de acuerdo a esa fe obró: mandó a su siervo que fuese prestamente a Acab con el mensaje: “Unce y desciende, porque la lluvia no te ataje”. Or 168.2
Por el hecho de que Elías era hombre de mucha fe, Dios pudo usarle en esta grave crisis de la historia de Israel. Mientras oraba, su fe se aferraba a las promesas del cielo; y perseveró en su oración hasta que sus peticiones fueron contestadas. No aguardó hasta tener la plena evidencia de que Dios le había oído, sino que estaba dispuesto a aventurarlo todo al notar la menor señal del favor divino. Y sin embargo, lo que él pudo hacer bajo la dirección de Dios, todos pueden hacerlo en su esfera de actividad mientras sirven a Dios; porque acerca de ese profeta de las montañas de Galaad está escrito: “Elías era hombre sujeto a semejantes pasiones que nosotros, y rogó con oración que no lloviese, y no llovió sobre la tierra en tres años y seis meses”. Santiago 5:17. Or 168.3
Una fe tal es lo que se necesita en el mundo hoy, una fe que se aferre a las promesas de la palabra de Dios, y se niegue a renunciar a ellas antes que el cielo oiga. Una fe tal nos relaciona estrechamente con el cielo, y nos imparte fuerza para luchar con las potestades de las tinieblas. Por la fe los hijos de Dios “ganaron reinos, obraron justicia, alcanzaron promesas, taparon las bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de cuchillo, convalecieron de enfermedades, fueron hechos fuertes en batallas, trastornaron campos de extraños”. Hebreos 11:33, 34. Y por la fe hemos de llegar hoy a las alturas del propósito que Dios tiene para nosotros. “Si puedes creer, al que cree todo es posible”. Marcos 9:23. Or 169.1
La fe es un elemento esencial de la oración que prevalece. “Porque es menester que el que a Dios se allega, crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan”. “Si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquier cosa que demandáremos, sabemos que tenemos las peticiones que le hubiéremos demandado”. Hebreos 11:6; 1 Juan 5:14, 15. Con la fe perseverante de Jacob, con la persistencia inflexible de Elías, podemos presentar nuestras peticiones al Padre, solicitando todo lo que ha prometido. El honor de su trono está empeñado en el cumplimiento de su palabra.—La Historia de Profetas y Reyes, 114-116. Or 169.2
Elías perseveró en oración hasta que vino la respuesta
Se nos presentan importantes lecciones en la experiencia de Elías. Cuando en el monte Carmelo pidió lluvia en oración, su fe fue puesta a prueba, pero perseveró haciendo conocer su pedido a Dios. Seis veces oró fervientemente, y sin embargo no hubo señal de que su petición fuera concedida; pero con fe vigorosa insistió en su petición ante el trono de la gracia. Si a la sexta vez hubiera desistido a causa del desánimo, no habría sido contestada su oración; pero perseveró hasta que recibió la respuesta. Tenemos un Dios cuyo oído no está cerrado a nuestras peticiones, y si ponemos a prueba su palabra recompensará nuestra fe. Quiere que todos nuestros intereses estén entretejidos con sus intereses, y entonces puede bendecirnos con seguridad, porque no nos atribuiremos la gloria cuando la bendición sea nuestra sino que daremos toda la alabanza a Dios. Dios no siempre responde nuestras oraciones la primera vez que lo invocamos. Si así lo hiciera, daríamos por sentado que tenemos derecho a todas las bendiciones y favores que nos concede. En vez de escudriñar nuestro corazón para ver si albergamos algún mal, si hay algún pecado fomentado, nos volveríamos descuidados y dejaríamos de comprender nuestra dependencia de Dios y nuestra necesidad de su ayuda. Or 169.3
Elías se humilló hasta el punto de que no iba a atribuirse la gloria. Esta es la condición para que el Señor oiga la oración, pues entonces le daremos a él la alabanza. La costumbre de alabar a los hombres da como resultado grandes males. Se alaban mutuamente, y así los hombres son inducidos a creer que les pertenecen la gloria y la honra. Cuando exaltáis al hombre, colocáis una trampa para su alma y hacéis exactamente lo que Satanás quiere que hagáis. Debéis alabar a Dios con todo vuestro corazón, vuestra alma, capacidad, mente y energía, pues solo Dios es digno de ser glorificado.—Comentario Bíblico Adventista 2:1028, 1029. Or 170.1
El siervo vigiló mientras oraba Elías. Seis veces volvió de su puesto de observación diciendo: “No hay nada, no hay una nube, no hay señal de lluvia”. Pero el profeta no se entregó al desánimo. Prosiguió repasando su vida para ver dónde había fallado en honrar a Dios; confesó sus pecados, y así continuó afligiendo su alma delante de Dios mientras vigilaba para ver si había una señal de que su oración había sido contestada. Mientras escudriñaba su corazón se sentía cada vez más pequeño, tanto en su propia estimación como a la vista de Dios. Le parecía que no era nada, y que Dios era todo; y cuando llegó al punto de renunciar al yo, entre tanto que se aferraba del Salvador como su única fortaleza y justicia, vino la respuesta.—Comentario Bíblico Adventista 2:1029. Or 170.2