La Oración
Daniel
Daniel oró a Dios, sin ensalzarse a sí mismo ni pretender bondad alguna: “Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y haz; no pongas dilación, por amor a ti mismo, Dios mío”. Esto es lo que Santiago llama la oración eficaz y ferviente. De Cristo se dice: “Estando en agonía oraba más intensamente”. ¡Qué contraste presentan con esta intercesión de la Majestad celestial las débiles y tibias oraciones que se ofrecen a Dios! Muchos se conforman con el servicio de los labios, y pocos tienen un anhelo sincero, ferviente y afectuoso por Dios.—Testimonios Selectos 3:386. Or 175.2
Constante en la oración a pesar de la persecución
¿Cesó Daniel de orar por causa de este decreto? No, ese era precisamente el momento en que más debía orar. “Cuando Daniel supo que el edicto había sido firmado, entró en su casa, y abiertas las ventanas de su cámara que daban hacia Jerusalén, se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios, como lo solía hacer antes”. Daniel 6:10. Daniel no procuró esconder su lealtad a Dios. No oró en su corazón, sino que con su voz y en un tono alto, con sus ventanas abiertas hacia Jerusalén, ofreció sus peticiones al Señor. Entonces sus enemigos se quejaron al rey, y Daniel fue echado al foso de los leones. Pero el Hijo de Dios estuvo allí. El ángel del Señor acampó en derredor del siervo del Señor, y el rey vino a la mañana siguiente y llamó: “Daniel, siervo del Dios viviente, el Dios tuyo, a quien tú continuamente sirves, ¿te ha podido librar de los leones? Entonces Daniel respondió al rey: Oh rey, vive para siempre. Mi Dios envió su ángel, el cual cerró la boca de los leones, para que no me hiciesen daño”. Daniel 6:20-22. No le había ocurrido mal alguno, y magnificó al Señor y Dios del cielo.—The Review and Herald, 3 de mayo de 1892. Or 175.3
Daniel oraba con humildad dispuesto a aceptar la voluntad divina
Al acercarse el tiempo de la terminación de los setenta años de cautiverio, Daniel se aplicó en gran manera al estudio de las profecías de Jeremías. Él vio que se acercaba el tiempo en que Dios daría a su pueblo escogido otra prueba; y con ayuno, humillación y oración, importunaba al Dios del cielo con estas palabras: “Ahora, Señor, Dios grande, digno de ser temido, que guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan tus mandamientos; hemos pecado, hemos hecho iniquidad, hemos obrado impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas. No hemos obedecido a tus siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, y a todo el pueblo de la tierra”. Daniel 9:4-6. Or 176.1
Daniel no proclama su propia fidelidad ante el Señor. En lugar de pretender ser puro y santo, este honrado profeta se identifica humildemente con el Israel verdaderamente pecaminoso. La sabiduría que Dios le había impartido era tan superior a la sabiduría de los grandes hombres del mundo, como la luz del sol que brilla en los cielos al mediodía es más brillante que la más débil estrella. Y sin embargo, ponderad la oración que sale de los labios de este hombre tan altamente favorecido del cielo. Con profunda humillación con lágrimas y una entrega de corazón, ruega por sí mismo y por su pueblo. Abre su alma delante de Dios, confesando su propia falta de mérito y reconociendo la grandeza y la majestad del Señor. Or 176.2
¡Qué sinceridad y qué fervor caracterizaron su súplica! La mano de fe se halla extendida hacia arriba para asirse de las promesas del Altísimo que nunca fallan. Su alma lucha en agonía. Y tiene la evidencia de que su oración es escuchada. Sabe que la victoria le pertenece. Si como pueblo nosotros oráramos como Daniel, y lucháramos como él luchó, humillando nuestras almas delante de Dios, veríamos respuestas tan maravillosas a nuestras peticiones como las que le fueron concedidas a Daniel. Oíd cómo presenta su caso ante la corte del cielo: Or 177.1
“Inclina, oh Dios mío, tu oído, y oye; abre tus ojos, y mira nuestras desolaciones, y la ciudad sobre la cual es invocado tu nombre; porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias. Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y haz: no tardes, por amor de ti mismo, Dios mío; porque tu nombre es invocado sobre tu ciudad y sobre tu pueblo”. Daniel 9:18, 19. Or 177.2
El hombre de Dios estaba orando por la bendición del cielo sobre su pueblo, y por un conocimiento más claro de la voluntad divina. La preocupación de su corazón era con respecto a Israel, que no estaba, en el sentido más estricto de la palabra, guardando la ley de Dios. Reconoce que todas sus desgracias habían venido como consecuencia de sus transgresiones de la santa ley. Dice: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad... Porque a causa de nuestros pecados, y por la maldad de nuestros padres, Jerusalén y tu pueblo son el oprobio de todos en derredor nuestro”. Los judíos habían perdido su carácter peculiar y sagrado como pueblo escogido de Dios. “Ahora pues, Dios nuestro, oye la oración de tu siervo, y sus ruegos; y haz que tu rostro resplandezca sobre tu santuario asolado”. Daniel 9:5, 16, 17. El corazón de Daniel se vuelve con intenso anhelo al santuario desolado de Dios. Él sabe que su prosperidad puede ser restaurada únicamente cuando Israel se arrepienta de sus transgresiones de la ley de Dios, y se vuelva humilde, fiel y obediente. Or 177.3
Mientras se eleva la oración de Daniel, el ángel Gabriel viene volando desde las cortes del cielo, para decirle que sus peticiones han sido escuchadas y contestadas. El ángel poderoso ha sido comisionado para darle capacidad y comprensión, para abrir delante de él los misterios de las edades futuras. Así, mientras trata fervorosamente de conocer y comprender la verdad, Daniel es puesto en comunicación con el mensajero delegado del cielo. Or 178.1
En respuesta a su petición, Daniel recibió no solamente la luz y la verdad que él y su pueblo necesitaban en gran manera, sino una visión de los grandes acontecimientos del futuro, hasta el advenimiento del Redentor del mundo. Los que pretenden estar santificados, y sin embargo no tienen deseo de investigar las Escrituras, o de luchar con Dios en oración por una comprensión más clara de la verdad bíblica, no saben lo que es la verdadera santificación.—La edificación del carácter, 44-47. Or 178.2