La Maravillosa Gracia de Dios

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Un consolador semejante a Jesús, 6 de julio

Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Juan 16:7. MGD 195.1

El Consolador que Cristo prometió enviar después de su ascensión al cielo, es el Espíritu en toda la plenitud de la Divinidad, que pone de manifiesto el poder de la gracia divina a todos los que reciben a Cristo y creen en él como Salvador personal.—El Evangelismo, 140. MGD 195.2

El Espíritu Santo mora con el obrero consagrado de Dios dondequiera que esté. Las palabras habladas a los discípulos son también para nosotros. El Consolador es tanto nuestro como de ellos.—Los Hechos de los Apóstoles, 42. MGD 195.3

No hay consolador como Cristo, tan tierno y tan leal. Está conmovido por los sentimientos de nuestras debilidades. Su Espíritu habla al corazón. Las circunstancias pueden separarnos de nuestros amigos; el amplio e inquieto océano puede agitarse entre nosotros y ellos. Aunque exista su sincera amistad, quizá no puedan demostrarla haciendo para nosotros lo que recibiríamos con gratitud. Pero ninguna circunstancia ni distancia puede separarnos del Consolador celestial. Doquiera estemos, doquiera vayamos, siempre está allí. Alguien que está en el lugar de Cristo para actuar por él. Siempre está a nuestra diestra para dirigirnos palabras suaves y amables; para asistirnos, animarnos, apoyarnos y consolarnos. La influencia del Espíritu Santo es la vida de Cristo en el alma. Ese Espíritu obra en, y por medio de todo aquel que recibe a Cristo. Aquellos en quienes habita este Espíritu revelan sus frutos: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe.—A Fin de Conocerle, 173. MGD 195.4

El Espíritu Santo siempre mora con los que buscan la perfección del carácter cristiano. El Espíritu Santo proporciona la pureza de motivos que sostiene al alma creyente, que lucha en toda emergencia y frente a toda tentación. El Espíritu Santo sostiene al creyente en medio del odio del mundo, la hostilidad de los parientes, el desengaño, el descubrimiento de la imperfección, y las equivocaciones de la vida. La victoria es segura para los que miran al Autor y Consumador de nuestra fe, puesto que dependen de la incomparable pureza y perfección de Cristo.—The Review and Herald, 30 de noviembre de 1897. MGD 195.5