En los Lugares Celestiales

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Esperanza para los pecadores perdidos, 18 de noviembre

Respondiendo Jesús, les dijo: Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento. Lucas 5:31, 32. ELC 331.1

Los pecadores fueron el objeto especial de la misión de Cristo—los pecadores de toda raza y región... Todos le son caros porque son comprados por su sangre. El trabajo misionero local ha de recibir una esmerada atención. Que sea buscado todo pecador dentro de nuestros hogares y en nuestro propio vecindario. Que se les dediquen esfuerzos personales. Los casos que parecen más desesperados han de ser atendidos con más diligencia, con fe, esperanza y oración ferviente... ELC 331.2

Aquellos sobre quienes Satanás ejerce su poder más decididamente son los que despiertan la simpatía del gran corazón de amor del Salvador. El deja a las reunidas en el aprisco, para internarse en el desierto y buscar y rescatar a las ovejas perdidas. Manifiesta el más tierno amor por quienes son atrapados por el poder engañador de Satanás. Y cuando las ovejas extraviadas son verdaderamente halladas por Jesús, cuánto gozo y regocijo hay en todo el universo del cielo... ELC 331.3

El hombre mortal no puede leer el corazón del hombre y a menudo es engañado por las apariencias externas y superficiales. Pero Aquel que puede leer en el corazón de los hombres como en un libro abierto nunca juzga mal. Siempre juzga justamente; y conoce la atmósfera que rodea a cada alma. Sabe cuántas y cuán violentas son las luchas del alma humana para vencer las tendencias hereditarias naturales y los pecados que han llegado a ser comunes por el hábito de la repetición. ELC 331.4

Él dice: [El alma] es mía; la he comprado con la agonía y la sangre humanas. Largo tiempo he soportado sus modales, su falta de cortesía, su comportamiento ingrato hacia mí, sin embargo me abstuve de cortarla, esperando que mediante mis colaboradores vivos fuese traída al arrepentimiento para que pudiera sanarla, lavarla y purificarla en mi propia sangre.—Manuscrito 41, 1890. ELC 331.5