La Educación
Daniel—Un embajador del cielo
Daniel y sus compañeros fueron aparentemente más favorecidos en su juventud por la suerte, en Babilonia, que José en los primeros años de su vida en Egipto; sin embargo, fueron sometidos a pruebas de carácter apenas menos severas. De su hogar relativamente sencillo de Judea, estos jóvenes de linaje real fueron transportados a la ciudad más magnífica, a la corte del más grande monarca, y fueron escogidos para ser educados para el servicio especial del rey. En esa corte corrompida y lujosa estaban rodeados de fuertes tentaciones. Los vencedores mencionaban con jactancia el hecho de que ellos, adoradores de Jehová, fueran cautivos de Babilonia; que los vasos de la casa de Dios hubieran sido colocados en el templo de los dioses de Babilonia; que el rey de Israel fuera prisionero de los babilonios, como evidencia de que su religión y sus costumbres eran superiores a la religión y las costumbres de los hebreos. En esas circunstancias, por medio de las mismas humillaciones que eran el resultado de que Israel se había apartado de los mandamientos de Dios, el Señor dio a Babilonia la evidencia de su supremacía, de la santidad de sus demandas y del resultado que trae la obediencia. Y dio ese testimonio del único modo que podía ser dado: Por medio de los que seguían siendo fieles. ED 52.1
Una prueba decisiva les sobrevino a Daniel y sus compañeros al empezar su carrera. La orden de que se les sirviera la comida de la mesa real era una expresión del favor del rey, y del interés que tenía por su bienestar. Pero como una porción era ofrecida a los ídolos, la comida de la mesa del rey era consagrada a la idolatría; y si los jóvenes participaban de ella, se iba a considerar que rendían homenaje a los dioses falsos. La lealtad a Jehová les prohibía que tuvieran parte en semejante homenaje. Ellos tampoco se atrevían a arriesgarse a sufrir los efectos enervantes del lujo y la disipación sobre su desarrollo físico, mental y espiritual. ED 52.2
Daniel y sus compañeros habían sido instruidos fielmente en los principios de la Palabra de Dios. Habían aprendido a sacrificar lo terrenal a lo espiritual, a buscar el mayor bien, y cosecharon la recompensa. Sus hábitos de temperancia y su sentido de la responsabilidad que tenían como representantes de Dios, produjeron el más noble desarrollo de las facultades del cuerpo, la mente y el alma. Cuando terminó su preparación, al ser examinados con otros candidatos a los honores del reino, no fue hallado ninguno “como Daniel, Ananías, Misael, y Azarías”3. ED 52.3
En la corte de Babilonia había representantes de todas las naciones, hombres con los más grandiosos talentos, ricamente dotados de dones naturales, y dueños de la más elevada cultura que este mundo puede ofrecer, y sin embargo, en medio de todos ellos, los cautivos hebreos no tenían rival. Eran incomparables en fuerza y belleza física, en vigor mental y en saber. “En todo asunto de sabiduría e inteligencia que el rey los consultó, los halló diez veces mejores que todos los magos y astrólogos que había en todo su reino”4. ED 53.1
Inconmovible en su lealtad a Dios y firme en el dominio propio, la noble dignidad y la cortés deferencia de Daniel le permitieron ganar en su juventud la “gracia y [...] buena voluntad” del funcionario pagano a cuyo cargo estaba. Las mismas cualidades caracterizaron toda su vida. En poco tiempo ascendió al puesto de primer ministro del reino. Durante el reinado de monarcas sucesivos, y cuando cayó la nación y se estableció un reino rival, su sabiduría y sus condiciones de estadista fueron tales, tan perfectos su tacto, su cortesía, y la bondad natural de su corazón, combinados con su fidelidad a los buenos principios, que hasta sus enemigos se vieron obligados a confesar que “no podían hallar ocasión alguna o falta, porque él era fiel”5. ED 53.2
Mientras Daniel se aferraba a Dios con confianza inquebrantable, descendió sobre él el espíritu del poder profético. Mientras era honrado por los hombres con las responsabilidades de la corte y los secretos del reino, fue honrado por Dios como embajador suyo, y aprendió a leer los misterios de los siglos futuros. Los monarcas paganos, gracias a su relación con el representante del cielo, se vieron obligados a reconocer al Dios de Daniel. “Ciertamente el Dios vuestro—declaró Nabucodonosor—es Dios de dioses, y Señor de los reyes, y el que revela los misterios”. Y Darío, en su proclama “a todos los pueblos, naciones y lenguas que habitan en la tierra” ensalzó al “Dios de Daniel”, como “el Dios viviente” que “permanece por todos los siglos, y su reino no será jamás destruido”, que “salva y libra [...] y hace señales y maravillas en el cielo y en la tierra”6. ED 53.3