El Camino A Cristo

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Capítulo 8 - El Secreto Del Crecimiento

EN LA BIBLIA se llama nacimiento al cambio de corazón por el cual nos convertimos en hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el labrador. De igual modo, los que están recién convertidos a Cristo son como “niños recién nacidos”, para que “crezcan” 1 hasta la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús. Como la buena semilla en el campo, tienen que crecer y dar fruto. Isaías dice que serán “llamados árboles de justicia, plantados por Jehová mismo, para que él sea glorificado”. 2 Así se sacan del mundo natural las ilustraciones para ayudamos a entender mejor las misteriosas verdades de la vida espiritual. CC 66.1

Toda la sabiduría e inteligencia de los hombres no puede dar vida al objeto más pequeño de la na-turaleza. Sólo gracias a la vida que Dios mismo les ha impartido pueden vivir las plantas y los animales. Asimismo, sólo mediante la vida que proviene de Dios es como se engendra vida espiritual en los corazones de los hombres. Si el hombre no “nace de lo alto” 3 no puede llegar a ser participante de la vida que Cristo vino a dar. CC 66.2

Lo que sucede con la vida, sucede con el cre-cimiento. Dios es el que hace florecer el capullo y fructificar las flores. Es por su poder que la semilla desarrolla “primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga”. 4 El profeta Oseas dice que Israel “florecerá como lirio... Serán vivificados como trigo, y florecerán como la vid”. 5 Y Jesús nos ruega: “Fíjense cómo crecen los lirios”. 6 Las plantas y las flores crecen no por su propio cuidado o ansiedad o esfuerzo, sino porque reciben lo que Dios ha provisto para contribuir a su vida. El niño no puede, por alguna ansiedad o algún poder propio, añadir algo a su estatura. Ni tú podrás, por tu afán o esfuerzo personal, conseguir el crecimiento espiritual. La planta y el niño crecen al recibir de la atmósfera que los rodea lo que se les provee para vivir: el aire, el sol y el alimento. Lo que estos dones de la naturaleza son para los animales y las plantas, lo es Cristo para los que confían en él. Él es su “luz eterna”, “escudo y sol”. 7 Será “como el rocío a Israel”. “Descenderá como lluvia sobre el césped cortado”. 8 Él es el agua viva, “el pan de Dios... que descendió del cielo y da vida al mundo”. 9 CC 66.3

En el don incomparable de su Hijo, Dios ha rodeado al mundo entero con una atmósfera de gracia tan real como el aire que circula alrededor del globo. Todos los que elijan respirar esa atmósfera vivificante vivirán y crecerán hasta la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús. CC 67.1

Así como la flor se vuelve hacia el sol, con el fin de que los brillantes rayos la ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así debemos tomamos hacia el Sol de Justicia, para que la luz celestial pueda brillar sobre nosotros, para que nuestro carácter se pueda desarrollar conforme al de Cristo. CC 67.2

Jesús enseña lo mismo cuando dice: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mi... Porque separados de mí nada podéis hacer”. 10 Así como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación, así también tú debes depender de Cristo con el fin de vivir una vida santa. Fuera de él no tienes vida. No hay poder en ti para resistir la tentación o para crecer en gracia y santidad. Morando en él puedes florecer. Extrayendo tu vida de él, no te marchitarás ni serás estéril. Serás como árbol plantado junto a la orilla de un río. CC 68.1

Muchos tienen la idea de que deben hacer alguna parte de la obra solos. Ya han confiado en Cristo para el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Pero tales esfuerzos fracasarán. Jesús dice: “Separados de mí nada podéis hacer”. Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo. Es por medio de la co-munión con él diariamente, a cada hora -por perma-necer en él-, que creceremos en la gracia. No sólo es el Autor sino también el Consumador de nuestra fe. Cristo es el principio y el fin, la totalidad. Estará con nosotros no solamente al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino. David dice: “A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque estando él a mi diestra, no resbalaré”. 11 CC 68.2

Quizá preguntes: “¿Cómo permaneceré en Cristo?” Del mismo modo como lo recibiste al prin-cipio. “De la manera que recibieron a Cristo Jesús como Señor, vivan ahora en él”. “El justo vivirá por la fe”. 12 Te has entregado a Dios, con el fin de ser enteramente suyo, para servirle y obedecerle, y has aceptado a Cristo como tu Salvador. No puedes expiar tus pecados por ti mismo o cambiar tu corazón; pero, habiéndote entregado a Dios, crees que por causa de Cristo él hizo todo esto por ti. Por medio de la fe llegaste a ser de Cristo, y por medio de la fe tienes que crecer en él; dando y tomando a la vez. Tienes que darle todo -tu corazón, tu voluntad, tu servicio-, darte a él para obedecer todos sus requerimientos; y debes tomar todo -a Cristo, la plenitud de toda bendición, para que habite en tu corazón y para que sea tu fortaleza, tu justicia, tu eterno Ayudador-, con el fin de recibir poder para obedecer. CC 69.1

Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: “¡Tómame, oh Señor, como enteramente tuyo! Pongo todos mis planes a tus pies. Usame hoy en tu servicio. Mora conmigo, y sea toda mi obra hecha en ti”. Este es un asunto diario. Cada mañana conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus planes a él, para realizarlos o abandonarlos según te lo indicare su providencia. Así, día tras día, debes poner tu vida en las manos de Dios, y así tu vida será moldeada cada vez más a semejanza de la vida de Cristo. CC 69.2

Una vida en Cristo es una vida de reposo. Puede no haber éxtasis de sentimientos, pero habrá una confianza permanente y apacible. Tu esperanza no está en ti; está en Cristo. Tu debilidad está unida a su fortaleza, tu ignorancia a su sabiduría, tu fragilidad a su poder eterno. De modo que no debes mirarte a ti mismo, ni dejar que la mente se espacie en el yo, sino mirar a Cristo. Que tu mente se espacie en su amor, en la belleza y la perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en su incomparable amor; esto es lo que debe contemplar el ser humano. Es amándolo, imitándolo y dependiendo enteramente de él como serás transformado a su semejanza. CC 70.1

Jesús dice: “Permaneced en mí”. Estas palabras dan idea de descanso, estabilidad, confianza. También nos invita: “Venid a mí... y yo os haré descansar”. 13 Las palabras del salmista expresan el mismo pensamiento: “Confia calladamente en Jehová, y espérale con paciencia”. E Isaías nos asegura que “en quietud y en confianza será vuestra fortaleza”. 14 Este reposo no se encuentra en la inactividad; porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso está unida con el llamamiento al trabajo: “Llevad mi yugo sobre vosotros... y hallaréis descanso”. 15 El corazón que más plenamente descansa en Cristo es el más ardiente y activo en el trabajo para él. CC 70.2

Cuando el hombre dedica muchos pensamientos a sí mismo, se aleja de Cristo, manantial de fortaleza y vida. Por eso Satanás se esfuerza constantemente por mantener la atención apartada del Salvador e impedir así la unión y comunión de la persona con Cristo. Los placeres del mundo, los cuidados de la vida y sus perplejidades y tristezas, las faltas de otros o tus propias faltas e imperfecciones; hacia alguna de estas cosas, o hacia todas ellas, procurará desviar la mente. No seas engañado por sus maquinaciones. A muchos que son realmente concienzudos, y que desean vivir para Dios, demasiado a menudo los hace espaciarse en sus propias faltas y debilidades, y así, al separarlos de Cristo, espera obtener la victoria. No debemos hacer de nuestro yo el centro de nuestro ser, ni dejamos dominar por la ansiedad y el temor acerca de si seremos salvos o no. Todo esto es lo que desvía al alma de la Fuente de su fortaleza. Encomienda el cuidado de tu alma a Dios y confía en él. Habla de Jesús y piensa en él. Piérdase tu yo en él. Destierra toda duda; disipa tus temores. Di con el apóstol Pablo: “Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. 16 Reposa en Dios. Él es capaz para guardar lo que le has confiado. Si te pones en sus manos, él te hará más que vencedor gracias al Ser que te amó. CC 71.1

Cuando Cristo tomó sobre sí la naturaleza humana, unió a la humanidad consigo mismo con un lazo de amor que jamás romperá poder alguno, salvo la elección del hombre mismo. Satanás nos presenta engaños constantemente para inducimos a romper este lazo, para elegir separamos de Cristo. Sobre esto necesitamos velar, luchar, orar, para que ninguna cosa pueda inducimos a elegir otro señor; pues estamos siempre libres para hacer eso. Pero mantengamos los ojos fijos en Cristo, y él nos preservará. Mirando a Jesús estamos seguros. Nada puede arrebatamos de su mano. Contemplándolo constantemente “somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor”. 17 CC 71.2

Así fue como los primeros discípulos se hicieron semejantes a nuestro amado Salvador. Cuando ellos oyeron las palabras de Jesús, sintieron su necesidad de él. Lo buscaron, lo encontraron, lo siguieron. Estuvieron con él en la casa, a la mesa, en su lugar de retiro, en el campo. Estuvieron con él, como alumnos con un maestro, recibiendo diariamente de sus labios lecciones de verdad santa. Lo miraron, como siervos a su amo, para aprender su deber. Esos discípulos eran hombres sujetos a las mismas “pasiones” que nosotros. 18 Tuvieron que pelear la misma batalla contra el pecado. Necesitaron la misma gracia para poder vivir una vida santa. CC 72.1

Aun Juan, el discípulo amado, el que más ple-namente llegó a reflejar la imagen del Salvador, no poseía naturalmente esa belleza de carácter. No solamente hacía valer sus derechos y ambicionaba honores, sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. Pero a medida que se le manifestaba el carácter de Cristo, veía su propia deficiencia y era humillado por medio del conocimiento. La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre que él contempló en la vida diaria del Hijo de Dios llenaban su alma de admiración y amor. Día tras día su corazón era atraído hacia Cristo, hasta que se olvidó de sí mismo por amor a su Maestro. Su temperamento, resentido y ambicioso, se rindió al poder modelador de Cristo. La influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su corazón. El poder del amor de Cristo obró una transformación del carácter. Este es el resultado seguro de la unión con Jesús. Cuando Cristo habita en el corazón, la naturaleza entera se transforma. El Espíritu de Cristo y su amor ablandan el corazón, subyugan el alma y elevan los pensamientos y deseos a Dios y al cielo. CC 72.2

Cuando Cristo ascendió a los cielos, la sensación de su presencia aún permanecía con sus seguidores. Era una presencia personal, llena de amor y luz. Jesús, el Salvador, que había caminado, conversado y orado con ellos, quien había hablado a sus corazones palabras de esperanza y consuelo -cuyos tonos de voz todavía resonaban en su interior-, fue arrebatado de ellos al cielo y, mientras una nube de ángeles lo recibía, tuvo en sus labios un mensaje de paz: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. 19 Había ascendido al cielo en forma humana. Sabían que estaba delante del trono de Dios, pero que seguía siendo su Amigo y Salvador; que sus simpatías no habían cambiado; que todavía estaba identificado con la humanidad doliente. Estaba presentando delante de Dios los méritos de su propia sangre preciosa, estaba mostrándole sus manos y sus pies traspasados, como recuerdos del precio que había pagado por sus redimidos. Sabían que él había ascendido al cielo para prepararles lugar, y que vendría otra vez para llevarlos consigo. CC 73.1

Al congregarse después de su ascensión, estaban ansiosos por presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne temor se postraron en oración y repitieron la promesa: “Todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo”. 20Extendieron más y más alto la mano de la fe con el poderoso argumento: “¡Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que fue levantado de entre los muertos; el que está a la diestra de Dios; el que también intercede por nosotros!” 21 Y en el Día de Pentecostés vino a ellos la presencia del Consolador, del cual Cristo había dicho: “Estará en vosotros”. Y más tarde les había dicho: “Os conviene que yo vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré”. 22 Desde aquel día, por medio del Espíritu, Cristo habría de morar continuamente en el corazón de sus hijos. Su unión con ellos sería más estrecha que cuando estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo resplandecían a través de ellos, de tal manera que los hombres, contemplándolos, “se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús”. 23 CC 74.1

Todo lo que Cristo fue para sus primeros discí-pulos, desea serlo para sus hijos hoy; porque en su última oración, realizada con el pequeño grupo de discípulos que reunió a su alrededor, dijo: “No ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos”. 24 CC 75.1

Jesús oró por nosotros y pidió que fuéramos uno con él, así como él es uno con el Padre. ¡Qué unión tan preciosa! El Salvador había dicho de sí mismo: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo”; “el Padre, que vive en mí, él hace las obras”. 25 De modo que si Cristo mora en nuestro corazón, obrará en nosotros “el que-rer y el obrar como bien le parece”. 26 Trabajaremos como él trabajó; manifestaremos el mismo espíritu. Y así, amándole y morando en él, creceremos “en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo”. 27 CC 75.2