Mi conversión
En marzo de 1840, Guillermo Miller visitó la ciudad de Portland, Maine, y dio su primera serie de conferencias acerca de la segunda venida de Cristo. Estas conferencias causaron gran sensación, por lo que la iglesia cristiana situada en la calle Casco, donde actuaba el Sr. Miller, se encontraba repleta todas las noches. En esas reuniones no había nada de agitación descontrolada, sino una profunda solemnidad que invadía las mentes de los que escuchaban sus conferencias. No sólo se manifestó un interés notable en la ciudad, sino también los que vivían en el campo acudían todos los días llevando sus canastos con comida para quedarse desde la mañana hasta la última reunión de la noche.
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Asistí a esas reuniones en compañía de mis amigas y escuché el asombroso anunció de que Cristo vendría en 1843, fecha que se encontraba a sólo pocos años en el futuro. El Sr. Miller explicaba las profecías con una exactitud que despertaba convicción en los corazones de sus oyentes. Hablaba ampliamente de los períodos proféticos y presentaba muchas pruebas en apoyo de su posición. Sus solemnes y enérgicas súplicas y amonestaciones para los que no se encontraban preparados mantenían fascinadas a las multitudes.
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Se realizaron reuniones especiales en las que los pecadores tenían la oportunidad de buscar a su Salvador y prepararse para los tremendos acontecimientos que pronto sucederían. El terror y la convicción sobrecogieron a la ciudad entera. Se llevaron a cabo reuniones de oración y se produjo un despertar general entre las diversas denominaciones, porque todas experimentaron en mayor o menor grado la influencia emanada de la enseñanza de la proximidad de la venida de Cristo.
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Cuando se invitó a los pecadores a pasar adelante y a ocupar los asientos especiales reservados para las personas con sentimientos de culpa y deseosas de recibir ayuda espiritual, cientos respondieron a las invitaciones, y yo, juntamente con los demás, me adelanté trabajosamente abriéndome paso entre la multitud y ocupé mi lugar con los que buscaban ayuda. Pero abrigaba en mi corazón el sentimiento de que nunca sería digna de ser llamada hija de Dios. La falta de confianza en mí misma y la convicción de que sería imposible hacer que otros comprendieran mis sentimientos, me impedía buscar consejo y ayuda de mis amigos cristianos. Debido a eso anduve extraviada innecesariamente en tinieblas y desesperación, mientras ellos, que no habían penetrado mi reserva, desconocían completamente cuál era mi verdadera condición.
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Una noche mi hermano Roberto y yo volvíamos a casa después de asistir a la última reunión del día, luego de escuchar un sermón sumamente impresionante acerca del reino de Cristo que se aproximaba a este mundo, seguido de una fervorosa y solemne invitación a los cristianos y pecadores en la que se los urgía a prepararse para el juicio y la venida del Señor. Lo que escuché había agitado mis sentimientos. Mi sensación de culpabilidad era tan profunda que temía que el Señor no se compadecería de mí esa noche y no me permitiría llegar al hogar sin castigarme.
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Estas palabras continuaban resonando en mis oídos: “¡El día grande de Jehová está cercano! ¿Quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?” El ruego que surgía en mi corazón era: “¡No me destruyas, oh Señor, durante la noche! ¡No me quites mientras permanezco en mis pecados, sino que ten piedad de mí y sálvame!” Por primera vez procuré explicar mis sentimientos a mi hermano Roberto, quien era dos años mayor que yo. Le dije que no me atrevía a descansar ni dormir hasta tener la seguridad de que Dios había perdonado mis pecados.
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Mi hermano no contestó en seguida, y pronto comprendí cuál era la causa de su silencio; estaba llorando por simpatía con mi aflicción. Esto me animó a confiar más aún en él y a contarle que había deseado la muerte en los días cuando la vida me parecía ser una carga tan pesada que no podía llevarla. Pero ahora, el pensamiento de que podría morir en mi actual condición pecadora y perderme para la eternidad, me llenaba de terror. Le pregunté si él pensaba que Dios estaría dispuesto a perdonarme la vida durante esa noche, si yo la pasaba en angustiosa oración. Me contestó: “Estoy convencido que él lo hará si se lo pides con fe. Oraré por ti y por mí mismo. Elena, no olvides nunca las palabras que hemos escuchado esta noche”.
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Después de haber regresado a casa, pasé la mayor parte de la noche en oración y lágrimas. Una razón que me inducía a ocultar mis sentimientos a mis amigos, era que temía escuchar palabras desalentadoras. Mi esperanza era tan tenue, y mi fe tan débil, que temía que si otra persona llegaba a expresar una opinión que concordara con la mía, eso me haría caer en la desesperación. Sin embargo, anhelaba que alguien me dijera qué debía hacer para ser salva, y cuáles pasos debía dar para encontrarme con mi Salvador y entregarme sin reservas al Señor. Consideraba un gran privilegio ser cristiana y sentía que eso requería un esfuerzo especial de mi parte.
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Mi mente permaneció en esta condición durante meses. Usualmente asistía a las reuniones metodistas con mis padres; pero después de interesarme en la pronta venida de Cristo, había comenzado a asistir a las reuniones que se realizaban en la calle Casco.
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Mis padres asistieron el verano siguiente a las reuniones campestres de reavivamiento espiritual realizadas en Buxton, Maine, y me llevaron con ellos. Había tomado la firme resolución de buscar fervientemente al Señor en ese lugar, y obtener, si ello era posible, el perdón de mis pecados. Tenía en mi corazón el gran anhelo de recibir la esperanza cristiana y la paz producidas por el acto de creer.
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Sentí mucho ánimo al escuchar en un sermón estas palabras: “Entraré a ver al rey” y “si perezco, que perezca”. El orador hizo referencia a los que vacilan entre la esperanza y el temor, anhelando ser salvos de sus pecados y recibir el amor perdonador de Cristo, y sin embargo manteniéndose en la duda y esclavitud debido a la timidez y al temor al fracaso. Aconsejó a tales personas que se entregaran a Dios y que confiaran sin tardanza en su misericordia. Encontrarían a un Salvador lleno de gracia, así como Asuero ofreció a Ester la señal de su favor. Lo único que se requería del pecador que temblaba ante la presencia de su Señor, era extender la mano de la fe y tocar el cetro de su gracia. Ese toque aseguraba el perdón y la paz.
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Los que esperaban hacerse más dignos del favor divino antes de atreverse a reclamar para sí mismos las promesas de Dios, estaban cometiendo un error fatal. Únicamente Jesús limpia del pecado; sólo él puede perdonar nuestras transgresiones. El ha prometido escuchar la petición y contestar la oración de los que se allegan a él con fe. Muchos tenían la vaga idea de que debían realizar algún esfuerzo especial para ganar el favor de Dios. Pero toda dependencia de uno mismo es inútil. El pecador se convierte en hijo de Dios creyente y esperanzado, solamente relacionándose con Jesús mediante la fe. Estas palabras me reconfortaron y me dieron una idea de lo que debía hacer para alcanzar la salvación.
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Después de eso empecé a ver con mayor claridad mi camino, y las tinieblas comenzaron a disiparse. Busqué definidamente el perdón de mis pecados y me esforcé para entregarme por completo al Señor. Pero con frecuencia sentía gran angustia mental porque no experimentaba el éxtasis espiritual que pensaba que sería la evidencia de mi aceptación por parte de Dios, y no me atrevía a considerarme convertida sin haberla tenido. ¡Cuán necesitada de instrucción estaba acerca de la sencillez de esto!
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Mientras me encontraba postrada frente al altar con los demás que buscaban al Señor, las únicas palabras que brotaban de mi corazón eran: “¡Ayúdame, Jesús; sálvame porque perezco! ¡No dejaré de pedir hasta que escuches mi oración y perdones mis pecados!” Sentí como nunca antes mi condición necesitada y sin esperanza. Mientras me encontraba arrodillada y en oración, repentinamente desapareció mi angustia y sentí el corazón aligerado. Al comienzo me sobrecogió un sentimiento de alarma y procuré sumergirme nuevamente en la angustia. Me parecía que no tenía derecho a sentir gozo y felicidad. Pero sentía que Jesús estaba muy cerca de mí; tuve la sensación de que podía acudir a él con todas mis preocupaciones, infortunios y pruebas, así como los necesitados iban a él cuando estaba en este mundo. Experimenté la seguridad en mi corazón de que él comprendía mis pruebas peculiares y simpatizaba conmigo. Nunca olvidaré la admirable seguridad de la tierna compasión de Jesús por alguien tan indigna de ser tomada en cuenta por él. Aprendí más del carácter divino de Cristo en ese corto período cuando me encontraba postrada con los que oraban, que en cualquier tiempo pasado.
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Una piadosa hermana se acercó a mí y me preguntó: “Querida niña, ¿has encontrado a Jesús?” Estaba por contestarle positivamente, cuando ella exclamó: “¡Verdaderamente lo has encontrado, porque su paz está contigo, y puedo verlo en tu rostro!” Me pregunté repetidas veces: “¿Puede esto ser religión? ¿No estaré equivocada?” Me parecía algo sobremanera excelente para pretender poseerlo, y un privilegio demasiado elevado. Aunque era excesivamente tímida para confesarlo en público, sentí que el Salvador me había bendecido y perdonado.
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La serie de reuniones concluyó poco después, por lo que regresamos a casa. Yo tenía la mente llena con los sermones, las exhortaciones y las oraciones que habíamos escuchado. Ahora parecía que todo había cambiado en la naturaleza. Las nubes y la lluvia habían predominado una buena parte del tiempo durante las reuniones, y mis sentimientos habían estado en armonía con el tiempo. En cambio ahora el sol brillaba con gran esplendor e inundaba la tierra con su luz y calor. Los árboles y la hierba eran de un verde intenso y el cielo tenía un azul más profundo. La tierra parecía sonreír bajo la paz de Dios. Así también los rayos del Sol de Justicia habían penetrado a través de las nubes y las tinieblas de mi mente y disipado la melancolía que había sentido durante tanto tiempo.
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Tenía la sensación de que todos estaban en paz con Dios y animados por el Espíritu Santo. Todo lo que veía parecía haber experimentado un cambio. Los árboles eran más hermosos y los cantos de las avecillas más dulces que antes, y parecían alabar al Creador con sus trinos. No me atrevía a hablar, porque temía que con eso desapareciera la felicidad que sentía y se perdiera la preciosa evidencia del amor de Jesús hacia mí.
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Al aproximarnos a nuestro hogar situado en la ciudad de Portland, pasamos junto a hombres que trabajaban en la calle. Conversaban acerca de temas comunes, pero yo tenía los oídos cerrados a todo lo que no fuera alabanza a Dios, por lo que escuché sus palabras como gratas expresiones de agradecimiento y gozosos hosannas. Volviéndome hacia mi madre, le dije: “Todos estos hombres están alabando a Dios y ni siquiera han asistido a las reuniones de reavivamiento”. No comprendí en ese momento por qué los ojos de mi madre se habían llenado de lágrimas y una tierna sonrisa había iluminado su rostro, al escuchar mis sencillas palabras que le hacían recordar una experiencia personal parecida.
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Mi madre amaba las flores y sentía mucho placer cultivándolas y adornando con ellas el hogar para que resultara placentero para sus hijos. Pero nuestro jardín nunca antes me había parecido tan hermoso como el día en que llegamos de regreso a casa. En cada arbusto, pimpollo y flor reconocí una expresión del amor de Jesús. Estas hermosas cosas parecían hablar con mudo lenguaje del amor de Dios.
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En el jardín había una hermosa flor de tonalidad rosada que llamábamos la rosa de Sarón. Recuerdo haberme aproximado a ella y tocado con reverencia sus delicados pétalos, que a mis ojos parecían tener una cualidad sagrada. Mi corazón rebosaba de ternura y amor por esas hermosas cosas creadas por Dios. Podía contemplar la perfección divina en las flores que adornaban la tierra. Dios se ocupaba de ellas, y sus ojos que todo lo ven no las perdían de vista. El las había hecho y había dicho que eran buenas en gran manera.
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“Ah -pensé yo-, si él ama tanto y cuida las flores que ha llenado de belleza, con cuánta más ternura cuidará a sus hijos que han sido hechos a su imagen”. Luego repetí suavemente para mí misma: “Soy hija de Dios y su amante cuidado me rodea. Seré obediente y de ninguna manera le desagradaré, sino que alabaré su nombre amado y a él lo amaré siempre”.
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Ahora podía contemplar mi vida iluminada por una luz diferente. La aflicción que había ensombrecido mi infancia parecía que había sido permitida misericordiosamente para mi propio bien, con el fin de apartar mi corazón del mundo y de sus placeres, que no causan satisfacción alguna, y para inclinarlo hacia las atracciones perdurables del cielo.
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Pronto después de nuestro regreso de las reuniones de reavivamiento, y juntamente con varios otros, fuimos recibidos condicionalmente en la iglesia. Yo había reflexionado mucho acerca del tema del bautismo. Aunque era muy joven, podía ver un solo modo del bautismo autorizado por las Escrituras, y era el bautismo por inmersión. Algunas de mis hermanas metodistas procuraron en vano convencerme de que la aspersión era el bautismo bíblico. El pastor metodista consintió en bautizar por inmersión a los candidatos, si ellos con conocimiento preferían ese método, y al mismo tiempo expresó que Dios aceptaría igualmente la aspersión.
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Finalmente se fijó fecha cuando recibiríamos este rito solemne. En un día ventoso, doce de nosotros nos dirigimos hacia la costa para ser bautizados en el mar. Grandes olas reventaban en la playa, pero al tomar esta pesada cruz sentía que mi paz interior se deslizaba suavemente como un río en calma. Cuando me levanté del agua casi me habían abandonado mis fuerzas, porque el poder de Dios había descansado sobre mí. Sentí que en adelante no pertenecería a este mundo, porque me había levantado de la tumba líquida y había surgido a una nueva vida.
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Ese mismo día en la tarde fui recibida en la iglesia como miembro regular. Junto a mí se encontraba una joven que también era candidata a ser admitida en la iglesia. La paz y la felicidad llenaban mi mente, hasta que vi anillos de oro que relucían en los dedos de esta hermana y los grandes aretes que pendían ostentosamente de sus orejas. Luego observé que tenía el sombrero adornado con flores artificiales y costosas cintas dispuestas en lazos y moños. Mi gozo se convirtió en tristeza debido a este despliegue de vanidad en una persona que pretendía ser seguidora del humilde y manso Jesús.
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Yo esperaba que el pastor reprendiera disimuladamente o aconsejara a esta hermana, pero él no tomó en cuenta sus adornos ostentosos y no la reprochó. Ambas fuimos recibidas como miembros de la iglesia. La mano adornada con joyas fue estrechada por el representante de Cristo y los nombres de ambas fueron inscritos en el libro de la iglesia.
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Esta circunstancia me causó no poca incertidumbre y tribulación al recordar las palabras del apóstol: “Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad”. 1 Timoteo 2:9-10. La enseñanza contenida en este pasaje bíblico al parecer era abiertamente pasada por alto por personas a quienes yo consideraba cristianas devotas y que tenían más experiencia que yo.
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Si en realidad era tan pecaminoso como yo suponía imitar la vestimenta extravagante de los mundanos, ciertamente estas cristianas lo comprenderían y se conformarían a la norma bíblica. Sin embargo, decidí en mi fuero interno seguir mis convicciones en lo que se refería al deber. No pude dejar de sentir que era contrario al espíritu del Evangelio dedicar el tiempo y los recursos dados por Dios al adorno personal, y que la humildad y el renunciamiento eran más apropiados para las personas cuyos pecados habían costado el sacrificio infinito del Hijo de Dios.
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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
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