Primeros Escritos

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Mi primera visión1

Como Dios me ha mostrado el camino que el pueblo adventista ha de recorrer en viaje a la santa ciudad, así como la rica recompensa que se dará a quienes aguarden a su Señor cuando regrese del festín de bodas, tengo quizás el deber de daros un breve esbozo de lo que Dios me ha revelado. Los santos amados tendrán que pasar por muchas pruebas. Pero nuestras ligeras aflicciones, que sólo duran un momento, obrarán para nosotros un excelso y eterno peso de gloria con tal que no miremos las cosas que se ven, porque éstas son pasajeras, pero las que no se ven son eternas. He procurado traer un buen informe y algunos racimos de Canaán, por lo cual muchos quisieran apedrearme, como la congregación amenazó hacer con Caleb y Josué por su informe. Números 14:10. Pero os declaro, hermanos y hermanas en el Señor, que es una buena tierra, y bien podemos subir y tomar posesión de ella. PE 13.3

Mientras estaba orando ante el altar de la familia, el Espíritu Santo descendió sobre mí, y me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso mundo. Miré hacia la tierra para buscar al pueblo adventista, pero no lo hallé en parte alguna, y entonces una voz me dijo: “Vuelve a mirar un poco más arriba.” Alcé los ojos y vi un sendero recto y angosto trazado muy por encima del mundo. El pueblo adventista andaba por ese sendero, en dirección a la ciudad que se veía en su último extremo. En el comienzo del sendero, detrás de los que ya andaban, había una brillante luz, que, según me dijo un ángel, era el “clamor de media noche.” Esta luz brillaba a todo lo largo del sendero, y alumbraba los pies de los caminantes para que no tropezaran. PE 14.1

Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad, y si no apartaban los ojos de él, iban seguros. Pero no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la ciudad estaba todavía muy lejos, y que contaban con haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y exclamaban: “¡Aleluya!” Otros negaron temerariamente la luz que brillaba tras ellos, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Pero entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás y dejó sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron y, perdiendo de vista el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero abajo, en el mundo sombrío y perverso. Pronto oímos la voz de Dios, semejante al ruido de muchas aguas, que nos anunció el día y la hora de la venida de Jesús. Los 144.000 santos vivientes reconocieron y entendieron la voz; pero los malvados se figuraron que era fragor de truenos y de terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí. PE 14.2

Los 144.000 estaban todos sellados y perfectamente unidos. En su frente llevaban escritas estas palabras: “Dios, nueva Jerusalén,” y además una brillante estrella con el nuevo nombre de Jesús. Los impíos se enfurecieron al vernos en aquel santo y feliz estado, y querían apoderarse de nosotros para encarcelarnos, cuando extendimos la mano en el nombre del Señor y cayeron rendidos en el suelo. Entonces conoció la sinagoga de Satanás que Dios nos había amado, a nosotros que podíamos lavarnos los pies unos a otros y saludarnos fraternalmente con ósculo santo, y ellos adoraron a nuestras plantas.Véase el Apéndice. PE 15.1

Pronto se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, donde había aparecido una nubecilla negra del tamaño de la mitad de la mano de un hombre, que era, según todos comprendían, la señal del Hijo del hombre. En solemne silencio, contemplábamos cómo iba acercándose la nubecilla, volviéndose cada vez más esplendorosa hasta que se convirtió en una gran nube blanca cuya parte inferior parecía fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno de ella aleteaban diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno. En la nube estaba sentado el Hijo del hombre. Sus cabellos, blancos y rizados, le caían sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies parecían de fuego; en la mano derecha tenía una hoz aguda y en la izquierda llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran como llama de fuego, y escudriñaban de par en par a sus hijos. Palidecieron entonces todos los semblantes y se tornaron negros los de aquellos a quienes Dios había rechazado. Todos nosotros exclamamos: “¿Quién podrá permanecer? ¿Está mi vestidura sin manchas?” Después cesaron de cantar los ángeles, y por un rato quedó todo en pavoroso silencio cuando Jesús dijo: “Quienes tengan las manos limpias y puro el corazón podrán subsistir. Bástaos mi gracia.” Al escuchar estas palabras, se iluminaron nuestros rostros y el gozo llenó todos los corazones. Los ángeles pulsaron una nota más alta y volvieron a cantar, mientras la nube se acercaba a la tierra. PE 15.2

Luego resonó la argentina trompeta de Jesús, a medida que él iba descendiendo en la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró las tumbas de sus santos dormidos. Después alzó los ojos y las manos hacia el cielo, y exclamó: “¡Despertad! ¡Despertad! ¡Despertad los que dormís en el polvo, y levantaos!” Hubo entonces un formidable terremoto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos revestidos de inmortalidad. Los 144.000 exclamaron: “¡Aleluya!” al reconocer a los amigos que la muerte había arrebatado de su lado, y en el mismo instante nosotros fuimos transformados y nos reunimos con ellos para encontrar al Señor en el aire. PE 16.1

Juntos entramos en la nube y durante siete días fuimos ascendiendo al mar de vidrio, donde Jesús sacó coronas y nos las ciñó con su propia mano. Nos dió también arpas de oro y palmas de victoria. En el mar de vidrio, los 144.000 formaban un cuadrado perfecto. Algunas coronas eran muy brillantes y estaban cuajadas de estrellas, mientras que otras tenían muy pocas; y sin embargo, todos estaban perfectamente satisfechos con su corona. Iban vestidos con un resplandeciente manto blanco desde los hombros hasta los pies. Había ángeles en todo nuestro derredor mientras íbamos por el mar de vidrio hacia la puerta de la ciudad. Jesús levantó su brazo potente y glorioso y, posándolo en la perlina puerta, la hizo girar sobre sus relucientes goznes y nos dijo: “En mi sangre lavasteis vuestras ropas y estuvisteis firmes en mi verdad. Entrad.” Todos entramos, con el sentimiento de que teníamos perfecto derecho a estar en la ciudad. PE 16.2

Allí vimos el árbol de la vida y el trono de Dios, del que fluía un río de agua pura, y en cada lado del río estaba el árbol de la vida. En una margen había un tronco del árbol y otro en la otra margen, ambos de oro puro y transparente. Al principio pensé que había dos árboles; pero al volver a mirar vi que los dos troncos se unían en su parte superior y formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de la vida en ambas márgenes del río de vida. Sus ramas se inclinaban hacia donde nosotros estábamos, y el fruto era espléndido, semejante a oro mezclado con plata. PE 17.1

Todos nos ubicamos bajo el árbol, y nos sentamos para contemplar la gloria de aquel paraje, cuando los Hnos. Fitch y Stockman, que habían predicado el Evangelio del reino y a quienes Dios había puesto en el sepulcro para salvarlos, se llegaron a nosotros y nos preguntaron qué había sucedido mientras ellos dormían.Véase el Apéndice. Procuramos recordar las pruebas más graves por las que habíamos pasado, pero resultaban tan insignificantes frente al incomparable y eterno peso de gloria que nos rodeaba, que no pudimos referirlas, y todos exclamamos: “¡Aleluya! Muy poco nos ha costado el cielo.” Pulsamos entonces nuestras áureas arpas cuyos ecos resonaron en las bóvedas del cielo. PE 17.2

Con Jesús al frente, descendimos todos de la ciudad a la tierra, y nos posamos sobre una gran montaña que, incapaz de sostener a Jesús, se partió en dos, de modo que quedó hecha una vasta llanura. Miramos entonces y vimos la gran ciudad con doce cimientos y doce puertas, tres en cada uno de sus cuatro lados y un ángel en cada puerta. Todos exclamamos: “¡La ciudad! ¡la gran ciudad! ¡ya baja, ya baja de Dios, del cielo!” Descendió, pues, la ciudad, y se asentó en el lugar donde estábamos. Comenzamos entonces a mirar las espléndidas afueras de la ciudad. Allí vi bellísimas casas que parecían de plata, sostenidas por cuatro columnas engastadas de preciosas perlas muy admirables a la vista. Estaban destinadas a ser residencias de los santos. En cada una había un anaquel de oro. Vi a muchos santos que entraban en las casas y, quitándose las resplandecientes coronas, las colocaban sobre el anaquel. Después salían al campo contiguo a las casas para hacer algo con la tierra, aunque no en modo alguno como para cultivarla como hacemos ahora. Una gloriosa luz circundaba sus cabezas, y estaban continuamente alabando a Dios. PE 17.3

Vi otro campo lleno de toda clase de flores, y al cortarlas, exclamé: “No se marchitarán.” Después vi un campo de alta hierba, cuyo hermosísimo aspecto causaba admiración. Era de color verde vivo, y tenía reflejos de plata y oro al ondular gallardamente para gloria del Rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda clase de animales: el león, el cordero, el leopardo y el lobo, todos vivían allí juntos en perfecta unión. Pasamos por en medio de ellos, y nos siguieron mansamente. De allí fuimos a un bosque, no sombrío como los de la tierra actual, sino esplendente y glorioso en todo. Las ramas de los árboles se mecían de uno a otro lado, y exclamamos todos: “Moraremos seguros en el desierto y dormiremos en los bosques.” Atravesamos los bosques en camino hacia el monte de Sion. PE 18.1

En el trayecto encontramos a un grupo que también contemplaba la hermosura del paraje. Advertí que el borde de sus vestiduras era rojo; llevaban mantos de un blanco purísimo y muy brillantes coronas. Cuando los saludamos pregunté a Jesús quiénes eran, y me respondió que eran mártires que habían sido muertos por su nombre. Los acompañaba una innúmera hueste de pequeñuelos que también tenían un ribete rojo en sus vestiduras. El monte de Sión estaba delante de nosotros, y sobre el monte había un hermoso templo. Lo rodeaban otros siete montes donde crecían rosas y lirios. Los pequeñuelos trepaban por los montes o, si lo preferían, usaban sus alitas para volar hasta la cumbre de ellos y recoger inmarcesibles flores. Toda clase de árboles hermoseaban los alrededores del templo: el boj, el pino, el abeto, el olivo, el mirto, el granado y la higuera doblegada bajo el peso de sus maduros higos, todos embellecían aquel paraje. Cuando íbamos a entrar en el santo templo, Jesús alzó su melodiosa voz y dijo: “Únicamente los 144.000 entran en este lugar.” Y exclamamos: “¡Aleluya!” PE 18.2

Este templo estaba sostenido por siete columnas de oro transparente, con engastes de hermosísimas perlas. No me es posible describir las maravillas que vi. ¡Oh, si yo supiera el idioma de Canaán! ¡Entonces podría contar algo de la gloria del mundo mejor! Vi tablas de piedra en que estaban esculpidos en letras de oro los nombres de los 144.000. Después de admirar la gloria del templo, salimos y Jesús nos dejó para ir a la ciudad. Pronto oimos su amable voz que decía: “Venid, pueblo mío; habéis salido de una gran tribulación y hecho mi voluntad. Sufristeis por mí. Venid a la cena, que yo me ceñiré para serviros.” Nosotros exclamamos: “¡Aleluya! ¡Gloria!” y entramos en la ciudad. Vi una mesa de plata pura, de muchos kilómetros de longitud, y sin embargo nuestra vista la abarcaba toda. Vi el fruto del árbol de la vida, el maná, almendras, higos, granadas, uvas y muchas otras especies de frutas. Le rogué a Jesús que me permitiese comer del fruto y respondió: “Todavía no. Quienes comen del fruto de este lugar ya no vuelven a la tierra. Pero si eres fiel, no tardarás en comer del fruto del árbol de la vida y beber del agua del manantial.” Y añadió: “Debes volver de nuevo a la tierra y referir a otros lo que se te ha revelado.” Entonces un ángel me transportó suavemente a este obscuro mundo. A veces me parece que no puedo ya permanecer aquí; tan lóbregas me resultan todas las cosas de la tierra. Me siento muy solitaria aquí, pues he visto una tierra mejor. ¡Ojalá tuviese alas de paloma! Echaría a volar para obtener descanso. PE 19.1

*****

Cuando salí de aquella visión, todo me pareció cambiado. Todo lo que miraba era tétrico. ¡Cuán obscuro era el mundo para mí! Lloraba al verme aquí y sentía nostalgia. Había visto algo mejor, y ello arruinaba este mundo para mí. Relaté la visión a nuestro pequeño grupo de Portland, el cual creyó entonces que provenía de Dios. Fueron momentos en que sentimos el poder de Dios y el carácter solemne de la eternidad. Más o menos una semana después de esto el Señor me dió otra visión. Me mostró las pruebas por las que habría de pasar, y que debía ir y relatar a otros lo que él me había revelado, y también que tendría que arrostrar gran oposición y sufrir angustia en mi espíritu. Pero el ángel dijo: “Bástate la gracia de Dios; él te sostendrá.” PE 20.1

Al salir de esta visión, me sentí sumamente conturbada. Estaba muy delicada de salud y sólo tenía 17 años. Sabía que muchos habían caído por el engreimiento, y que si me ensalzaba en algo, Dios me abandonaría, y sin duda alguna yo me perdería. Recurrí al Señor en oración y le rogué que pusiese la carga sobre otra persona. Me parecía que yo no podría llevarla. Estuve postrada sobre mi rostro mucho tiempo, y la única instrucción que pude recibir fué: “Comunica a otros lo que te he revelado.” PE 20.2

En la siguiente visión que tuve, rogué fervorosamente al Señor que, si debía ir y relatar lo que me había mostrado, me guardase del ensalzamiento. Entonces me reveló que mi oración era contestada y que si me viese en peligro de engreírme, su mano se posaría sobre mí, y me vería aquejada de enfermedad. Dijo el ángel: “Si comunicas fielmente los mensajes y perseveras hasta el fin, comerás del fruto del árbol de la vida y beberás del agua del río de vida.” PE 20.3

Pronto se difundió que las visiones eran resultado del mesmerismo, y muchos adventistas estuvieron dispuestos a creerlo y a hacer circular el rumor. Un médico que era un célebre mesmerizador me dijo que mis visiones eran mesmerismo, que yo era un sujeto muy dócil y que él podía mesmerizarme y darme una visión. Le respondí que el Señor me había mostrado en visión que el mesmerismo era del diablo, que provenía del abismo y que pronto volvería allí, junto con los que continuasen practicándolo.Véase el Apéndice. Le dí permiso para mesmerizarme si podía. Lo probó durante más de media hora, recurriendo a diferentes operaciones, y finalmente renunció a la tentativa. Por la fe en Dios pude resistir su influencia, y ésta no me afectó en lo más mínimo. PE 21.1

Si tenía una visión en una reunión, muchos decían que era excitación y que alguien me mesmerizaba. Entonces me iba sola a los bosques, donde únicamente el ojo o el oído de Dios pudiese verme u oírme; me dirigía a él en oración y él a veces me daba una visión allí. Me regocijaba entonces, y contaba lo que Dios me había revelado a solas donde ningún mortal podía influir en mí. Pero algunos me dijeron que me mesmerizaba a mí misma. ¡Oh!—pensaba yo,—¿hemos llegado al punto en que los que acuden sinceramente a Dios a solas y confiando en sus promesas para obtener su salvación, pueden ser acusados de hallarse bajo la influencia corrupta y condenadora del mesmerismo? ¿Pedimos “pan” a nuestro bondadoso Padre celestial para recibir tan sólo una “piedra” o un “escorpión”? Estas cosas herían mi ánimo y torturaban mi alma con una intensa angustia, que era casi desesperación, mientras que muchos procuraban hacerme creer que no había Espíritu Santo y que todas las manifestaciones que habían experimentado los santos hombres de Dios no eran más que mesmerismo o engaños de Satanás. PE 21.2

En aquel tiempo había fanatismo en el estado de Maine. Algunos evitaban todo trabajo y despedían de la fraternidad a cuantos no querían aceptar sus opiniones al respecto, así como algunas otras cosas que ellos consideraban deberes religiosos. Dios me reveló esos errores en visión y me envió a sus hijos extraviados para que se los declarase; pero muchos de ellos rechazaron rotundamente el mensaje, y me acusaron de amoldarme al mundo. Por otro lado, los adventistas nominales me acusaron falsamente de fanatismo, y algunos, con impiedad me llamaban dirigente del fanatismo que en realidad yo estaba procurando corregir. (Véase el Apéndice.) Diferentes fechas fueron fijadas en repetidas ocasiones para la venida del Señor, y se insistió en que los hermanos las aceptasen; pero el Señor me mostró que todas pasarían, porque el tiempo de angustia debía transcurrir antes de la venida de Cristo, y que cada vez que se fijara una fecha y ésta transcurriera, ello no podría sino debilitar la fe del pueblo de Dios. Por enseñar esto, se me acusó de acompañar al siervo malo que decía en su corazón: “Mi Señor tarda en venir.” PE 22.1

Todas estas cosas abrumaban mi ánimo, y en la confusión me veía a veces tentada a dudar de mi propia experiencia. Mientras orábamos en la familia una mañana, el poder de Dios comenzó a descansar sobre mí, y cruzó por mi mente el pensamiento de que era mesmerismo, y lo resistí. Inmediatamente fuí herida de mudez, y por algunos momentos perdí el sentido de cuanto me rodeaba. Vi entonces mi pecado al dudar del poder de Dios y que por ello me había quedado muda, pero que antes de 24 horas se desataría mi lengua. Se me mostró una tarjeta en que estaban escritos en letras de oro el capítulo y los versículos de cincuenta pasajes de la Escritura.1 Después que salí de la visión, pedí por señas la pizarra y escribí en ella que estaba muda, también lo que había visto, y que deseaba la Biblia grande. Tomé la Biblia y rápidamente busqué todos los textos que había visto en la tarjeta. No pude hablar en todo el día. A la mañana siguiente temprano, llenóse mi alma de gozo, se desató mi lengua y prorrumpí en grandes alabanzas a Dios. Después de esto ya no me atreví a dudar ni a resistir por un momento al poder de Dios, pensaran los demás lo que pensaran. PE 22.2

En 1846, mientras estaba en Fairhaven, Massachusetts, mi hermana (quien solía acompañarme en aquel entonces), la Hna. A., el Hno. G. y yo misma subimos en un barco a vela para ir a visitar a una familia en la isla del Oeste. Era casi de noche cuando partimos. Apenas habíamos recorrido una corta distancia cuando se levantó una tempestad repentina. Había truenos y rayos, y la lluvia caía sobre nosotros a torrentes. Resultaba claro que nos íbamos a perder, a menos que Dios nos librase. PE 23.1

Me arrodillé en el barco y comencé a clamar a Dios que nos salvase. Allí, sobre las olas tumultuosas, mientras el agua pasaba por encima del puente sobre nosotros, fuí arrebatada en visión y vi que antes que pereciéramos se secaría toda gota del océano, pues mi obra estaba tan sólo en su comienzo. Cuando salí de la visión, todos mis temores se habían disipado, cantamos y alabamos a Dios y aquel barquito vino a ser para nosotros un Betel flotante. El redactor del Advent Herald había dicho que, por cuanto se sabía, mis visiones eran “el resultado de operaciones mesméricas.” Pero, pregunto, ¿qué oportunidad había para realizar operaciones mesméricas en una ocasión como aquélla? El Hno. G. estaba más que ocupado en el manejo del barco. Procuró anclar, pero el ancla se deslizaba por el fondo. Nuestra embarcación era sacudida sobre las olas e impulsada por el viento, y era tanta la obscuridad que no podíamos ver desde un extremo del barco al otro. Pronto el ancla se afirmó, y el Hno. G. pidió auxilio. Había tan sólo dos casas en la isla, y resultó que estábamos cerca de una de ellas, pero no era aquella a la cual deseábamos ir. Toda la familia se había retirado a descansar, con excepción de una niñita que, providencialmente, oyó el pedido de auxilio lanzado sobre el agua. Su padre acudió pronto en nuestro socorro y, en un barquito, nos llevó a la orilla. Pasamos el resto de aquella noche agradeciendo a Dios y alabándole por su admirable bondad hacia nosotros. PE 23.2