Primeros Escritos

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La segunda resurrección

Jesús salió entonces de la ciudad con todo el séquito de santos ángeles y todos los santos redimidos. Los ángeles rodearon a su Jefe y le escoltaron durante su viaje, mientras que los santos redimidos le seguían. Después, con terrible y pavorosa majestad, Jesús llamó a los impíos muertos, quienes resucitaron con los mismos cuerpos débiles y enfermizos con que habían bajado al sepulcro. ¡Qué espectáculo! ¡Qué escena! En la primera resurrección todos surgieron con inmortal florescencia; pero en la segunda se ven en todos los estigmas de la maldición. Juntos resucitan los reyes y magnates de la tierra, los bajos y los ruines, los eruditos y los ignorantes. Todos contemplan al Hijo del hombre; y los mismos que le despreciaron y escarnecieron; los que le pusieron la corona de espinas en su sagrada frente; los que le hirieron con la caña, le ven ahora en toda su regia majestad. Los que le escupieron en el rostro cuando se lo juzgó rehuyen ahora su penetrante mirada y la refulgencia de su semblante. Quienes le traspasaron las manos y los pies con los clavos notan las cicatrices de la crucifixión. Quienes alancearon su costado ven ahora en su cuerpo la señal de su crueldad. Y saben que es el mismo a quien ellos crucificaron y escarnecieron durante su expirante agonía. Exhalan entonces un prolongado llanto de angustia mientras huyen para esconderse de la presencia del Rey de reyes y Señor de señores. PE 292.1

Todos procuran ocultarse en las rocas y escudarse de la terrible gloria de Aquel a quien una vez despreciaron. Abrumados y afligidos por la majestad y excelsa gloria de Jesús alzan unánimemente la voz y exclaman con terrible claridad: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” PE 292.2

Entonces Jesús y los santos ángeles, acompañados por los santos redimidos, regresan a la ciudad y los amargos lamentos y llantos de los impíos condenados llenan el aire. Vi que Satanás reanudaba entonces su obra. Recorrió las filas de sus vasallos para fortalecer a los débiles y flacos diciéndoles que él y sus ángeles eran poderosos. Señaló los incontables millones que habían resucitado, entre quienes se contaban esforzados guerreros, reyes muy expertos en la guerra y conquistadores de reinos. También se veían poderosos gigantes y capitanes valerosos que nunca habían perdido una batalla. Allí estaba el soberbio y ambicioso Napoleón cuya presencia había hecho temblar reinos. Se destacaban también hombres de elevada estatura y dignificado porte que murieron en batalla mientras andaban sedientos de conquistas. Al salir de la tumba reanudaban el curso de sus pensamientos donde lo había interrumpido la muerte. Conservaban el mismo afán de vencer que los había dominado al caer en el campo de batalla. Satanás consultó con sus ángeles y después con aquellos reyes, conquistadores y hombres poderosos. A continuación observó el nutrido ejército, y les dijo que los de la ciudad eran pocos y débiles, por lo que podían subir contra ella y tomarla, arrojar a sus habitantes y adueñarse de sus riquezas y glorias. PE 293.1

Logró Satanás engañarlos e inmediatamente todos se dispusieron para la batalla. Había en aquel vasto ejército muchos hombres hábiles, y construyeron toda especie de pertrechos de guerra. Hecho esto, se pusieron en marcha acaudillados por Satanás seguido de inmediato por los reyes y guerreros, y más atrás la multitud organizada en compañías, cada una de ellas al mando de un capitán. Marchaban en orden por la resquebrajada superficie de la tierra en dirección a la santa ciudad. Cerró Jesús las puertas de ella y el ejército enemigo se asentó en orden de batalla para asediar la ciudad en espera de un tremendo conflicto. Jesús, la hueste angélica y los santos cuyas cabezas ceñían las brillantes coronas, subieron a lo alto del muro de la ciudad. Jesús habló majestuosamente y dijo: “Contemplad, pecadores, la recompensa de los justos. Y vosotros, mis redimidos, mirad la recompensa de los impíos.” La vasta multitud contempló a los gloriosos redimidos sobre las murallas de la ciudad, y decayó su valor al ver la refulgencia de las brillantes coronas de ellos y sus rostros radiantes de gloria, que reflejaban la imagen de Jesús y la insuperable gloria y majestad del Rey de reyes y Señor de señores. Embargó a los impíos la percepción del tesoro y de la gloria que habían perdido, y se convencieron de que la paga del pecado es la muerte. Vieron a la santa y dichosa compañía, a la cual habían menospreciado, ahora revestida de gloria, honor, inmortalidad y vida eterna, mientras que ellos mismos estaban fuera de la ciudad entre todo lo más ruin y abominable de la tierra. PE 293.2

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