Obreros Evangélicos

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Cristo nuestro ejemplo

Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo para ministrar incansablemente a la necesidad del hombre. “Tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias,”1 a fin de poder ministrar a toda necesidad de la humanidad. Vino para quitar la carga de enfermedad, miseria y pecado. Era su misión traer completa restauración a los hombres; vino para darles salud, paz y perfección de carácter. OE 41.1

Diversas eran las circunstancias y necesidades de aquellos que solicitaban su ayuda, y ninguno de los que acudían a él se iba sin haber recibido ayuda. De él fluía un raudal de poder sanador, y los hombres eran sanados en cuerpo, mente y alma. OE 41.2

La obra del Salvador no se limitaba a lugar o tiempo alguno. Su compasión no conocía límites. Verificaba su obra de curación y enseñanza en tan grande escala que no había en toda Palestina edificio bastante amplio para contener las multitudes que acudían a él. En las verdes laderas de las colinas de Galilea, en los caminos, a orillas del mar, en las sinagogas, y en todo lugar donde se le podía llevar enfermos, encontraba su hospital. En toda ciudad, todo pueblo, toda aldea donde pasara, imponía las manos a los afligidos, y los sanaba. Dondequiera que hubiese corazones listos para recibir su mensaje, él los consolaba con la seguridad del amor de su Padre celestial. Durante todo el día servía a los que acudían a él; y por la noche atendía a los que durante el día debían trabajar para ganar una pitanza con que sostener a sus familias. OE 41.3

Jesús llevaba el peso aterrador de la responsabilidad por la salvación de los hombres. El sabía que a menos que hubiese un cambio radical en los principios y propósitos de la especie humana, todo se perdería. Tal era la carga de su alma, y nadie podía apreciar el peso que descansaba sobre él. En la niñez, en la juventud y en la edad viril, anduvo solo. Sin embargo, era estar en el cielo hallarse en su presencia. Día tras día hacía frente a pruebas y tentaciones; día tras día se hallaba en contacto con el mal, y presenciaba su poder sobre aquellos a quienes él trataba de bendecir y salvar. Sin embargo, no desmayaba ni se desalentaba. OE 42.1

En todo, ponía sus deseos en estricta conformidad con su misión. Glorificaba su vida subordinando todo en ella a la voluntad de su Padre. Cuando, en la niñez, su madre, encontrándolo en la escuela de los rabinos, dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho así?” él contestó,—y su respuesta es la nota descollante de la obra de toda su vida,—“¿Qué hay? ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me conviene estar?”2 OE 42.2

La suya fué una vida de constante abnegación. El no tenía hogar en este mundo, excepto el que la bondad de sus amigos le proveía como viajero. Vino a vivir en favor nuestro la vida de los más pobres, y a andar y trabajar entre los menesterosos y los que sufrían. No fué reconocido ni honrado mientras andaba entre la gente por la cual había hecho tanto. OE 42.3

Siempre se mostró paciente y gozoso, y los afligidos lo saludaban como un mensajero de vida y paz. Veía las necesidades de hombres y mujeres, de niños y jóvenes, y a todos daba la invitación: “Venid a mí.” OE 43.1

Durante su ministerio, Jesús dedicó más tiempo a sanar a los enfermos que a la predicación. Sus milagros testificaban de la verdad de sus palabras, de que había venido no a destruir, sino a salvar. Dondequiera que fuese, le precedían las nuevas de su misericordia. Dondequiera que hubiese pasado, los seres objeto de su compasión se regocijaban con la buena salud, y ensayaban sus recién adquiridas faculta des. Muchedumbres se agolpaban en derredor suyo para oír de sus labios el relato de las obras que el Señor había hecho. Para muchos, su voz era la pri mera que oían, su nombre, la primera palabra que pronunciaban, su rostro, el primero que veían. ¿Por qué no habían de amar a Jesús, y cantar sus loores? Mientras pasaba por los pueblos y ciudades, era como una corriente vital, que difundía vida y gozo.... OE 43.2

El Salvador hacía de cada obra de sanidad una ocasión de implantar principios divinos en la mente y el alma. Tal era el propósito de su obra. Impartía bendiciones terrenas, a fin de inclinar los corazones de los hombres a recibir el Evangelio de su gracia. OE 43.3

Cristo podría haber ocupado el primer puesto entre los maestros de la nación judía, pero prefirió llevar más bien el Evangelio a los pobres. Iba de lugar a lugar, para que los que estaban por los vallados y caminos oyesen las palabras de verdad. A orillas del mar, en la falda de la montaña, en las calles de la ciudad, en la sinagoga, se oía su voz explicando las Escrituras. A menudo enseñaba en el atrio exterior del templo para que los gentiles oyesen sus palabras. OE 43.4

Tan diferente era la enseñanza de Cristo de las explicaciones de la Escritura dadas por los escribas y fariseos, que llamaba la atención del pueblo. Los rabinos se explayaban en la tradición, en las teorías y especulaciones humanas. Muchas veces, lo que los hombres habían enseñado y escrito acerca de la Escritura era colocado en lugar de ésta. El tema de la enseñanza de Cristo era la Palabra de Dios. El respondía a sus interlocutores con un claro: “Escrito está,” “¿Qué dice la Escritura?” “¿Qué lees?” En cada oportunidad, cuando un enemigo o un amigo despertaba interés, Jesús presentaba la Palabra. Con claridad y poder, proclamaba el mensaje del Evangelio. Sus palabras derramaban raudales de luz sobre las enseñanzas de los patriarcas y profetas, y las Escrituras se presentaban a los hombres como una nueva revelación. Nunca antes habían percibido sus oyentes tal profundidad de significado en la Palabra de Dios. OE 44.1