Obreros Evangélicos

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Hambrientos por el pan de vida

Una mujer piadosa observó una vez: “¡Ojalá pudiésemos oír el Evangelio puro cual se solía predicar desde el púlpito! Nuestro predicador es un hombre bueno, pero no se da cuenta de las necesidades espirituales de la gente. El viste la cruz del Calvario con flores hermosas, que ocultan toda la vergüenza, esconden todo el oprobio. Mi alma tiene hambre del pan de vida. ¡Cuán refrigerador sería para centenares de pobres almas como yo, escuchar algo sencillo, claro, bíblico, que nutriese nuestro corazón!” OE 32.3

Se necesitan hombres de fe, que no sólo quieran predicar, sino ayudar a la gente. Se necesitan hombres que anden diariamente con Dios, que tengan una conexión viviente con el cielo, cuyas palabras tengan poder para traer convicción a los corazones. Los ministros no han de trabajar para ostentar sus talentos e inteligencia, sino para que la verdad pueda penetrar en el alma como saeta del Todopoderoso. OE 33.1

Cierto predicador, después de pronunciar un discurso bíblico que había producido honda convicción en uno de sus oyentes, fué interrogado así: OE 33.2

¿Cree Vd. realmente lo que predicó? OE 33.3

Ciertamente—contestó. OE 33.4

Pero, ¿es verdaderamente así?—inquirió el ansioso interlocutor. OE 33.5

Seguramente—dijo el predicador, extendiendo la mano para tomar su Biblia. OE 33.6

Entonces el hombre exclamó: “¡Oh! si ésta es la verdad, ¿qué haremos? OE 33.7

“¿Qué haremos?”—pensó el predicador. ¿Qué quería decir el hombre? Pero la pregunta penetró en su alma. Se arrodilló para pedir a Dios que le indicase qué debía hacer. Mientras oraba, acudió a él con fuerza irresistible el pensamiento de que tenía que presentar a un mundo moribundo las solemnes realidades de la eternidad. Durante tres semanas estuvo vacante su puesto en el púlpito. Estaba buscando la respuesta a la pregunta: “¿Qué haremos?”* OE 33.8

El predicador volvió a su puesto con una unción del Dios santo. Comprendía que sus predicaciones anteriores habían hecho poca impresión en sus oyentes. Ahora sentía sobre sí el terrible peso de las almas. Al volver a su púlpito, no estaba solo. Había una gran obra que hacer, pero él sabía que Dios no lo desampararía. Exaltó ante sus oyentes al Salvador y su amor sin par. Hubo una revelación del Hijo de Dios y un despertar que se difundió por las iglesias de las comarcas circundantes. OE 34.1