Visita a Oregon
En compañía de una amiga y del pastor J. N. Loughborough, salí de San Francisco en la tarde del 10 de junio, en el vapor “Oregón.” El capitán Conner, que mandaba este magnífico vapor, era muy atento con sus pasajeros. Al pasar por la Puerta de Oro [la entrada al puerto de San Francisco] y llegar al anchuroso océano, el mar estaba muy agitado. El viento nos era contrario y el vapor era sacudido en forma terrible, puesto que el océano era azotado furiosamente por el viento. Yo miraba el cielo nublado y las olas que se lanzaban contra nosotros saltando y pareciendo tan altas como montañas, y la espuma que reflejaba los colores del arco iris. La escena era pavorosamente grandiosa y me sentía llena de reverencia al contemplar los misterios del mar profundo. Es terrible en su ira. Había una terrible belleza en el alzamiento de sus orgullosas ondas que subían rugiendo y luego caían en lúgubres sollozos. Podía ver la manifestación del poder de Dios en el movimiento de las inquietas aguas que gemían bajo la acción de los despiadados vientos, que levantaban las olas como si fuese en convulsiones de agonía.
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Durante aquel viaje de cuatro días, uno y otro de los pasajeros se aventuraban ocasionalmente a salir de sus camarotes, pálidos, débiles y tambaleantes, y se llegaban hasta el puente. La agonía estaba escrita en todo rostro. La vida misma no parecía deseable. Todos ansiábamos el descanso que no podíamos hallar, y anhelábamos ver algo que permaneciese quieto. La importancia personal no se tenía mucho en cuenta entonces. Podemos aprender de ello una lección respecto de la pequeñez del hombre.
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Nuestro viaje continuó muy agitado hasta que hubimos pasado el promontorio y penetrado en el río Columbia, que era tan plácido como un espejo. Se me ayudó a ir al puente. Era una hermosa mañana, y los pasajeros llegaron al puente como un enjambre de abejas. Al principio formaban una compañía de triste aspecto; pero el aire vigorizante y el alegre sol, después del viento y la tormenta, no tardaron en despertar alegría y placer.
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La última noche que pasamos a bordo me sentí muy agradecida a mi Padre celestial. Aprendí allí una lección que nunca olvidaré. Dios había hablado a mi corazón en la tormenta, y en las ondas, como también en la calma siguiente. Y, ¿no le adoraremos? ¿Opondrá el hombre su voluntad a la de Dios? ¿Seremos desobedientes a las órdenes de un gobernante tan poderoso? ¿Contenderemos con el Altísimo que es la fuente de todo poder y de cuyo corazón fluye amor infinito y bendición para las criaturas de su cuidado?
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El martes de noche, 18 de junio, asistí a una reunión donde había un buen número de observadores del sábado de aquel estado. Mi corazón fué enternecido por el Espíritu de Dios. Di mi testimonio por Jesús y expresé mi gratitud por el dulce privilegio que podemos tener de confiar en su amor, y de aferrarnos a su poder para que éste se una con nuestros esfuerzos por salvar a los pecadores de la perdición. Si queremos ver prosperar la obra de Dios, debemos tener a Cristo morando en nosotros; en fin, debemos obrar las obras de Cristo. Dondequiera que miremos, se ve blanquear la mies, pero los obreros son pocos. Sentí mi corazón lleno de la paz de Dios, y atraído por amor a estas amadas almas con las cuales estaba adorando por primera vez.
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El domingo 23 de junio, hablé en la iglesia metodista de Salem acerca de la temperancia. La asistencia era extraordinariamente buena, y tuve libertad para tratar éste mi tema favorito. Se me pidió que volviese a hablar en ese mismo lugar el domingo siguiente al congreso. Pero no pude hacerlo por la ronquera. El martes siguiente a la noche, volví, sin embargo, a hablar en esta iglesia. Recibí muchas invitaciones a hablar respecto de la temperancia en diversas ciudades y pueblos de Oregón, pero el estado de mi salud me impidió cumplir con estas peticiones. El hablar constantemente y el cambio de clima, me habían producido una ronquera pasajera, pero muy severa.
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Empezamos el congreso con sentimientos del más profundo interés. El Señor me dió fuerza y gracia mientras estaba delante de la gente. Mientras miraba al inteligente auditorio, mi corazón se quebrantaba delante de Dios. Este era el primer congreso realizado por nuestro pueblo en este estado. Trataba de hablar, pero mis palabras se entrecortaban por el llanto. Había sentido mucha ansiedad respecto de mi esposo, a causa de su mala salud. Mientras hablaba, se presentó vívidamente ante mis ojos una reunión celebrada en la iglesia de Battle Creek. Mi esposo estaba en el medio, y sobre y alrededor de él descansaba la suave luz del Señor. Su rostro ostentaba los indicios de la salud y él se sentía aparentemente muy feliz.
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Traté de presentar a los hermanos la gratitud que debemos sentir por la tierna compasión y el gran amor de Dios. Su bondad y gloria impresionaban mi mente de una manera notable. Quedé abrumada por un sentimiento de su misericordia sin parangón y de la obra que él estaba haciendo, no sólo en Oregón, en California y Míchigan, donde se hallaban nuestras instituciones importantes, sino también en los países extranjeros. Nunca puedo describir a otros el cuadro que impresionó vívidamente mi intelecto en esta ocasión. Por un momento la extensión de la obra surgió delante de mí, y perdí de vista cuanto me rodeaba. La ocasión y la gente a la cual me dirigía quedaron olvidadas. La luz, la preciosa luz del cielo, resplandecía con gran brillo sobre esas instituciones empeñadas en la solemne y elevada obra de reflejar los rayos de luz que el cielo ha dejado brillar sobre ellas.
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Durante todo este congreso, el Señor me pareció estar muy cerca. Cuando terminó, estaba muy cansada, pero libre en el Señor. Fueron momentos de labor provechosa y fortalecieron la iglesia para proseguir en su lucha por la verdad. Precisamente antes de comenzar el congreso, durante la noche me fueron presentadas muchas cosas en visión; pero me fué ordenado guardar silencio y no mencionar el asunto a nadie en esa ocasión. Después de terminada la reunión, tuve, también de noche, otra notable manifestación del poder de Dios.
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El domingo que siguió al congreso, hablé por la tarde en la plaza pública. El amor de Dios estaba en mi corazón, y me espacié en la sencillez de la religión evangélica. Mi propio corazón estaba enternecido, y rebosaba del amor de Jesús, y anhelaba presentarlo de manera que todos pudiesen quedar encantados por la hermosura de su carácter.
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Durante mi estada en Oregón visité la cárcel de Salem, en compañía de los Hnos. Carter y de la Hna. Jordán. Cuando llegó la hora del servicio, fuimos conducidos a la capilla, que había sido alegrada por abundancia de luz y aire puro y fresco. A una señal de la campana, dos hombres abrieron las grandes puertas de hierro y acudieron los presos. Las puertas fueron cerradas y aseguradas detrás de ellos, y por primera vez en mi vida me vi encerrada entre las paredes de una cárcel.
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Había esperado ver un número de hombres de aspecto repugnante, pero quedé sorprendida porque muchos de ellos parecían inteligentes y algunos, hombres capaces. Vestían el basto pero aseado uniforme de la cárcel, sus cabellos estaban bien peinados y su calzado había sido cepillado. Mientras miraba las diversas fisonomías que estaban delante de mí, pensaba: “A cada uno de estos hombres han sido confiados dones peculiares o talentos, para ser empleados para gloria de Dios y beneficio del mundo; pero ellos han despreciado estos dones del cielo, han abusado de ellos y les han dado mala aplicación.” Al mirar jóvenes de dieciocho, veinte y treinta años de edad, pensaba en las desdichadas madres y en el pesar y remordimiento que era su amarga suerte. El corazón de muchas de estas madres había sido quebrantado por la conducta impía seguida por sus hijos; pero. ¿habían hecho ellas su deber para con estos hijos? ¿No habrían sido demasiado indulgentes dejándoles seguir su propia voluntad y camino y descuidando de enseñarles los estatutos de Dios y su derecho sobre ellos?
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Cuando todo el grupo estuvo congregado, el Hno. Carter leyó un himno. Todos tenían himnarios y participaron cordialmente en el canto. Uno de ellos que era un músico experto, tocaba el armonio. Luego empecé la reunión con oración, y todos volvieron a participar en el canto. Hablé basándome en las palabras de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoce a él. Muy amados, ahora somos hijos de Dios, y aun no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él apareciere, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es.”
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Ensalcé delante de ellos el infinito sacrificio hecho por el Padre al dar a su Hijo amado por los hombres caídos, a fin de que por la obediencia fuesen transformados y llegasen a ser reconocidos hijos de Dios. La iglesia y el mundo son llamados a contemplar y admirar un amor que así expresado supera la comprensión humana, y asombra hasta a los ángeles del cielo. Este amor es tan profundo, tan amplio y tan elevado, que el apóstol inspirado, no pudiendo hallar palabras con que describirlo, invita a la iglesia y al mundo a contemplarlo, a hacerlo un tema de meditación y admiración.
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Nuestro viaje de regreso de Oregón fué también agitado; pero no estuve tan enferma como en el viaje de ida. Nuestro vapor, el “Idaho,” no cabeceaba, pero había mucho balanceo lateral. Eramos tratados con mucha bondad en el vapor. Trabamos relaciones agradables y distribuimos nuestras publicaciones a diferentes personas, lo cual nos dió ocasión para entablar provechosas conversaciones. Cuando llegamos a Oakland, encontramos que la tienda había sido levantada allí, y que buen número de personas habían aceptado la verdad por los trabajos del Hno. Healey. Hablamos varias veces en la tienda. El sábado y el primer día, las iglesias de San Francisco y de Oakland se reunieron, y tuvimos reuniones interesantes y provechosas.
3TS 295.3
Tenía mucho deseo de asistir al congreso de California, pero tenía urgentes llamados a asistir a los congresos de la parte este de los Estados Unidos. Como me había sido presentado el estado de cosas en el este, sabía que tenía que dar un testimonio especialmente a nuestros hermanos de Nueva Inglaterra, y no me sentía libre para permanecer más tiempo en California.
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1860
3TS
Testimonios Selectos Tomo 3
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