Capítulo 3—La creación
El padre y el Hijo emprendieron la grandiosa y admirable obra que habían proyectado, a saber, la de crear el mundo. La tierra surgió de las manos del Creador sobremanera hermosa. Había montañas, colinas y llanuras, e interpolados entre ellas ríos y extensiones de agua. La tierra no era una dilatada llanura, sino que la monotonía del paisaje estaba quebrada por colinas y montañas, no altas y abruptas como ahora, sino de regular y hermosa configuración. Las rocas altas y desnudas no se veían nunca en ellas, sino que estaban bajo la superficie como osamenta de la tierra. Las aguas estaban distribuidas con mucha regularidad. Las colinas, montañas y bellísimas llanuras estaban adornadas con plantas y flores, y altos y majestuosos árboles de toda clase, mucho mayores y más hermosos que los de ahora. El aire era puro y saludable, y la tierra parecía un magnífico palacio. Los ángeles se regocijaban al contemplar las admirables y hermosas obras de Dios.
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Después de creada la tierra con todos sus animales, el Padre y el Hijo llevaron adelante su propósito, ya concebido antes de la caída de Satanás, de crear al hombre a su propia imagen. Habían actuado mancomunadamente en la creación de la tierra y de todos los seres vivientes en ella. Ahora le dijo Dios a su Hijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen.”1 Cuando Adán salió de las manos de su Creador era de noble estatura y hermosa simetría, bien proporcionado y algo más de dos veces más alto que los hombres que hoy pueblan la tierra. Sus facciones eran perfectas y hermosas. La tez no era blanca ni cetrina, sino rosada, resplandeciente de salud. Eva no era tan alta como Adán, sino que le llegaba un poco más arriba de los hombros. También era de noble aspecto, perfecta en simetría y muy hermosa.
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Esta inocente pareja no llevaba artificiosas vestiduras. Estaban revestidos de un velo de luz y esplendor como el de los ángeles. Mientras permanecieron obedientes a Dios, los envolvió este círculo de luz. Aunque todo cuanto Dios había creado era perfectamente hermoso, y nada faltaba en la tierra creada por Dios para la felicidad de Adán y Eva, les mostró su grande amor plantando un huerto especialmente para ellos. Habían de emplear parte del tiempo en la placentera labor de cultivar el huerto, y otra porción en recibir la visita de los ángeles, escuchar sus instrucciones y dedicarse a felices meditaciones. Sus ocupaciones no eran fatigosas, sino agradables y vigorizadoras. Este hermoso huerto había de ser su peculiar residencia.
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En este huerto plantó el Señor árboles de toda clase para utilidad y ornato. Había árboles cargados de exuberantes frutos, de suave fragancia, hermosos a la vista y sabrosos al paladar, destinados por Dios para alimento de la santa pareja. Había hermosas vides, que crecían erguidas, cargadas de fruto, cual nadie ha vuelto a ver desde la caída. Los frutos eran muy grandes y de diversos colores: unos casi negros, otros púrpura, rojo, rosa y verde claro. El hermoso y exuberante fruto colgante de los sarmientos de la vid fué llamado uva. No estaban los sarmientos apoyados en espaldares, y sin embargo, no arrastraban por el suelo, sino que se arqueaban bajo el peso del fruto. Era la grata tarea de Adán y Eva formar hermosas glorietas con los sarmientos de la vid y hacerse moradas con los bellos y vivientes árboles y follaje de la naturaleza, cargados de fragantes frutos.
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La tierra estaba cubierta de hermoso verdor sembrado de miriadas de aromosas flores de toda especie y matiz en abundante profusión. Todo estaba dispuesto con gusto y magnificencia. En el centro del huerto se alzaba el árbol de vida cuya gloria excedía a la de todos los demás árboles. Sus frutos semejaban manzanas de oro y plata y estaban destinados a perpetuar la inmortalidad. Las hojas tenían propiedades medicinales.
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Muy dichosa vivía la santa pareja en el Edén. Dominaba en absoluto a todos los seres vivientes. El león y el cordero jugueteaban pacífica e inofensivamente a su alrededor o se tendían a dormitar a sus pies. Aves de todo color y plumaje revoloteaban entre árboles y flores, en torno de Adán y Eva, mientras que sus melodiosos cantos resonaban entre los árboles en dulce acorde con las alabanzas a su Creador.
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Adán y Eva estaban encantados de las bellezas de su edénica mansión. Se deleitaban escuchando el melodioso gorjeo de los pequeños cantores que los rodeaban, revestidos de brillante y primoroso plumaje. La inocente pareja unía con ellos sus voces en armoniosos cantos de amor, alabanza y adoración al Padre y a su amado Hijo, por las muestras de amor que la rodeaban. Reconocía el orden y la armonía de la creación que denotaban infinito conocimiento y sabiduría. Continuamente descubría en su edénica morada alguna nueva belleza, alguna otra magnificencia que henchía sus corazones de más profundo amor y arrancaba de sus labios expresiones de gratitud y reverencia a su Creador.
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1859
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Testimonios Selectos Tomo 2
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