Testimonios Selectos Tomo 2

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Capítulo 11—El juicio

Al salir del cielo los ángeles se despojaron tristemente de sus coronas. No podían ceñírselas mientras su Caudillo estuviese sufriendo y hubiese de llevar una de espinas. Satanás y sus ángeles andaban muy atareados por el patio del tribunal, con el propósito de sofocar todo humanitario sentimiento de simpatía respecto de Jesús. El ambiente era pesado, y estaba contaminado por la influencia satánica. Los sacerdotes y ancianos recibían de los ángeles malignos la inspiración de insultar y maltratar a Jesús de un modo dificilísimo de soportar por la naturaleza humana. Esperaba Satanás que semejantes escarnios y violencias arrancarían del Hijo de Dios alguna queja o murmuración, o que manifestaría su divino poder desasiéndose de las garras de la multitud, con lo que fracasaría el plan de salvación. 2TS 71.1

Pedro siguió al Señor después de la entrega, pues anhelaba ver lo que iban a hacer con Jesús; pero cuando le acusaron de ser uno de sus discípulos, temió por su vida y declaró que no conocía al hombre. Se distinguían los discípulos de Jesús por la honestidad de su lenguaje, y para convencer a sus acusadores de que no era discípulo de Cristo, Pedro negó la tercera vez lanzando imprecaciones y juramentos. Jesús, que estaba a alguna distancia de Pedro, le echó una triste mirada de reconvención. Entonces el discípulo se acordó de las palabras que le había dirigido Jesús en el cenáculo, y también recordó que él había contestado diciendo: “Aunque todos sean escandalizados en ti, yo nunca seré escandalizado.” 1 Pedro acababa de negar a su Señor con imprecaciones y juramentos, pero aquella mirada de Jesús conmovió su corazón y le salvó. Con amarguísimas lágrimas se arrepintió de su grave pecado y convirtióse, quedando dispuesto a confirmar a sus hermanos. 2TS 71.2

La multitud demandaba la sangre de Jesús. Cruelmente le azotaron y le revistieron de un viejo manto regio de púrpura, y ciñeron su sagrada cabeza con una corona de espinas. Después le pusieron una caña en las manos e inclinándose por burla ante él, le saludaban sarcásticamente diciendo: “¡Salve, rey de los judíos!” 2 Luego le quitaron la caña de las manos y le golpearon con ella la cabeza, de modo que las espinas de la corona le penetraron las sienes, ensangrentándole el rostro y la barba. 2TS 72.1

Era difícil para los ángeles soportar la vista de aquel espectáculo. Hubieran libertado a Jesús, pero sus caudillos se lo prohibían diciendo que era grande el rescate que se había de pagar por el hombre; y que era necesario que fuese completo para matar al que tenía el imperio de la muerte. Sabía Jesús que los ángeles presenciaban la escena de su humillación. El más débil de todos ellos hubiera podido él solo desbaratar aquella turba de mofadores y libertar a Jesús, quien sabía también que, con sólo pedírselo a su Padre, los ángeles le hubieran librado instantáneamente. Pero necesario era que sufriese la violencia de los malvados para cumplir el plan de salvación. 2TS 72.2

Jesús se mantenía manso y humilde ante la enfurecida multitud que tan vilmente le maltrataba. Le escupían al rostro, aquel rostro del que algún día querrán ocultarse, y que ha de iluminar la ciudad de Dios con mayor refulgencia que el sol. Cristo no echó sobre sus verdugos ni una mirada de cólera. Le vendaron los ojos con una vestidura vieja, y abofeteándole, exclamaban: “Profetiza quién es el que te hirió.” 3 Los ángeles se conmovieron. Hubieran libertado a Jesús en un momento, pero sus caudillos los detenían. 2TS 72.3

Algunos discípulos habían logrado entrar donde Jesús estaba, y presenciar su pasión. Esperaban que manifestase su divino poder y librándose de manos de sus enemigos los castigara por la crueldad con que le ultrajaban. Sus esperanzas se despertaban y desvanecían alternativamente según iban sucediéndose las escenas. A veces dudaban y temían haber sido víctimas de un engaño. Pero la voz oída en el monte de la transfiguración y la gloria que allí contemplaron fortalecía su creencia de que Jesús era el Hijo de Dios. Recordaban las escenas que habían presenciado, los milagros hechos por Jesús al sanar a los enfermos, dar vista a los ciegos y oído a los sordos, al reprender y expulsar a los demonios, resucitar muertos y calmar los vientos y las olas. No podían creer que hubiese de morir. Esperaban que aun se erguiría potente y con imperiosa voz dispersaría aquella multitud sedienta de sangre, como cuando entró en el templo y arrojó de allí a los que convertían la casa de Dios en lonja de mercaderes, y huyeron ante él como perseguidos por una compañía de soldados armados. Esperaban los discípulos que Jesús manifestara su poder y convenciese a todos de que era el Rey de Israel. 2TS 73.1

Judas se vió invadido de amargo remordimiento y vergüenza por su traidora acción de entregar a Jesús. Y al presenciar las crueldades que padecía el Salvador, quedó completamente abrumado. Había amado a Jesús, pero todavía más al dinero. No se figuraba que Jesús consintiera en que le prendiese la turba que él condujera. Esperaba que hubiese obrado un milagro para librase de ellos. Pero al ver a la enfurecida multitud en el patio del tribunal, sedienta de sangre, sintió profundamente el peso de su culpa; y mientras muchos acusaban vehementemente a Jesús, precipitóse él por entre la multitud confesando que había pecado al entregar la sangre inocente. Devolvió a los sacerdotes el dinero que le habían pagado, y les rogó que dejaran libre a Jesús, pues era del todo inocente. 2TS 73.2

La confusión y el enojo que estas palabras produjeron en los sacerdotes, los dejaron silenciosos por breves momentos. No querían que el pueblo supiera que habían comprado a uno de los que se decían discípulos de Jesús para que se lo entregara. Deseaban ocultar que le habían acosado como si fuese un ladrón y prendido secretamente. Pero la confesión de Judas y su hosco y culpable aspecto, desenmascararon a los sacerdotes ante los ojos de la multitud, demostrando que por odio habían prendido a Jesús. Cuando Judas declaró en voz alta que Jesús era inocente, los sacerdotes respondieron: “¿Qué se nos da a nosotros? Viéraslo tú.” 4 Tenían a Jesús en su poder y estaban resueltos a no dejarlo escapar. Abrumado Judas por la angustia, arrojó las monedas, que ahora despreciaba, a los pies de quienes lo habían comprado, y, horrorizado, salió y se ahorcó. 2TS 74.1

Jesús contaba con muchas simpatías entre la multitud que le rodeaba, y su silencio a las preguntas que se le hacían maravillaba a los circunstantes. A pesar de las mofas y violencias de las turbas no denotó Jesús en su rostro el más leve ceño ni siquiera una señal de turbación. Se mantenía digno y circunspecto. Los espectadores le contemplaban con asombro, comparando su perfecta figura y su firme y digno continente con el aspecto de quienes le juzgaban. Unos a otros se decían que tenía más aire de rey que ninguno de los príncipes. No denotaba indicio alguno de criminal. Sus ojos eran dulces, claros, indómitos, y su frente amplia y alta. Todos los rasgos de su fisonomía expresaban enérgicamente benevolencia y nobles principios. Su paciencia y resignación eran tan sobrehumanas, que muchos temblaban. Aun Herodes y Pilato se conturbaron grandemente ante su noble y divina apostura. 2TS 74.2

Desde un principio se convenció Pilato de que Jesús no era un hombre como los demás. Lo consideraba un personaje excelente y de todo punto inocente de las acusaciones que se le imputaban. Los ángeles testigos de la escena observaban el convencimiento del gobernador romano, y para disuadirle de la horrible acción de entregar a Cristo para que lo crucificaran, fué enviado un ángel a la mujer de Pilato, diciéndole en sueños que era el Hijo de Dios a quien estaba juzgando su esposo y que sufría inocentemente. Ella envió en seguida un recado a Pilato, refiriéndole que había tenido un sueño muy penoso respecto a Jesús, y aconsejándole que no hiciese nada contra aquel santo varón. El mensajero, abriéndose apresuradamente paso por entre la multitud, entregó la carta en las propias manos de Pilato. Al leerla, éste tembló, palideció y resolvióse a no hacer nada por su parte para condenar a muerte a Cristo. Si los judíos querían la sangre de Jesús, él no prestaría para ello su influencia, sino que se esforzaría por libertarlo. 2TS 75.1

Cuando Pilato supo que Herodes estaba en Jerusalén, sintió un gran alivio, porque así esperaba verse libre de toda responsabilidad en el proceso y condena de Jesús. En seguida envió a Jesús, con sus acusadores, a la presencia de Herodes. Este tetrarca estaba endurecido en el pecado. El asesinato de Juan el Bautista había dejado en su conciencia una mancha que no le era posible borrar, y al enterarse de los portentos obrados por Jesús, había temblado de miedo creyendo que era Juan el Bautista resucitado de entre los muertos. Cuando Jesús fué puesto en sus manos por Pilato, consideró Herodes aquel acto como un reconocimiento de su poder, autoridad y magistratura, y por ello se reconcilió con Pilato, con quien estaba enemistado. Herodes tuvo mucho gusto en ver a Jesús, esperando que para satisfacerle obraría algún prodigio; pero no era la obra de Jesús satisfacer curiosidades ni procurar su propia seguridad. Su divino y milagroso poder había de emplearse en la salvación del género humano, y no en su provecho particular. 2TS 75.2

Nada respondió Jesús a las muchas preguntas de Herodes ni replicó a sus enemigos que vehementemente le acusaban. Herodes se enfureció porque Jesús no parecía temer su poder, y con sus soldados se mofó del Hijo de Dios, le escarneció y le maltrató. Sin embargo, se asombró del noble y divino aspecto de Jesús cuando lo maltrataban bochornosamente, y temeroso de condenarle lo volvió a enviar a Pilato. 2TS 76.1

Satanás y sus ángeles tentaban a Pilato procurando arrastrarlo a la ruina. Le sugirieron la idea de que si no condenaba a Jesús, otros lo condenarían. La multitud estaba sedienta de su sangre, y si no lo entregaba para ser crucificado, perdería su poder y honores mundanos, acusándosele de creer en el impostor. Temeroso de perder su poder y autoridad, consintió Pilato en la muerte de Jesús. Sin embargo, puso su sangre sobre sus acusadores y la multitud exclamó entonces a voz en grito: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.” 5 Pero Pilato no era inocente, y resultaba culpable de la sangre de Cristo. Por interés egoísta, por el ansia de ser honrado por los grandes de la tierra, entregó a la muerte a un inocente. Si Pilato hubiese obedecido a sus convicciones, nada hubiese tenido que ver con la condena de Jesús. 2TS 76.2

El aspecto y las palabras de Jesús durante su proceso, impresionaron el ánimo de muchos de los que estaban presentes en aquella ocasión. El resultado de la influencia así ejercida se hizo patente después de su resurrección. Entre quienes entonces ingresaron en la iglesia, había muchos cuyo convencimiento databa del proceso de Jesús. 2TS 77.1

Grande fué la ira de Satanás al ver que toda la crueldad que por incitación suya habían infligido los judíos a Jesús, no arrancaba de él ni la más leve queja. Aunque se había revestido de la naturaleza humana, estaba sustentado por divina fortaleza, y no se apartó en lo más mínimo de la voluntad de su Padre. 2TS 77.2