Capítulo 45—Liberación de los santos
Dios escogió la media noche para libertar a su pueblo. Mientras los malvados se burlaban en derredor de ellos, apareció de pronto el sol con toda su refulgencia y la luna se paró. Los malvados se asombraron de aquel espectáculo, al paso que los santos contemplaban con solemne júbilo aquella señal de su liberación. En rápida serie se sucedieron las señales y prodigios. Todas las cosas parecían haber salido de sus quicios. Cesaron de fluir los ríos. Aparecieron densas y tenebrosas nubes que entrechocaban unas con otras. Pero había un claro de persistente esplendor de donde salía la voz de Dios como el sonido de muchas aguas estremeciendo cielos y tierra. Sobrevino un tremendo terremoto. Abriéronse los sepulcros y glorificados se alzaron de sus polvorientos lechos los que habían muerto con la fe puesta en el mensaje del tercer ángel y guardaron el sábado, para escuchar el pacto de paz que Dios iba a hacer con quienes habían observado su ley.
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El firmamento se abría y cerraba en violenta conmoción. Las montañas se bamboleaban como cañas batidas por el viento, arrojando peñascos por todo el derredor. El mar hervía como una caldera y lanzaba piedras a la tierra. Al declarar Dios el día y la hora de la venida de Jesús y conferir el sempiterno pacto a su pueblo, pronunciaba una frase y se detenía mientras las palabras de la frase retumbaban por toda la tierra. El Israel de Dios permanecía con la mirada fija en lo alto, escuchando las palabras según iban saliendo de labios de Jehová y retumbaban por toda la tierra con el estruendo de horrísonos truenos. Era un espectáculo pavorosamente solemne. Al final de cada frase los santos exclamaban: “¡Gloria! ¡Aleluya!” Estaban sus semblantes iluminados por la gloria de Dios, y refulgían como el rostro de Moisés al bajar del Sinaí. Los malvados no podían mirarlos porque les ofuscaba el resplandor. Y cuando Dios derramó la sempiterna bendición sobre quienes le habían honrado guardando el santo sábado, resonó un potente grito de victoria sobre la bestia y su imagen.
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Entonces comenzó el jubileo durante el cual debía descansar la tierra. Vi que los piadosos esclavos se alzaban triunfantes y victoriosos, quebrantando las cadenas que los oprimían, mientras sus malvados amos quedaban confusos no sabiendo qué hacer, porque los malvados no podían comprender las palabras de la voz de Dios.
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Pronto apareció la gran nube blanca sobre la que venía sentado el Hijo del hombre. Al vislumbrarse a distancia parecía muy pequeña. El ángel dijo que era la señal del Hijo del hombre. Al acercarse a la tierra, pudimos contemplar la excelsa gloria y majestad de Jesús al surgir como vencedor. Una comitiva de santos ángeles ceñidos de brillantes coronas lo escoltaban en su camino. No hay lenguaje capaz de describir la magnificencia esplendorosa del espectáculo. Se iba acercando la vívida nube de insuperable gloria y majestad y pudimos contemplar claramente la amable persona de Jesús. No llevaba corona de espinas, sino que ceñía su frente santa una corona de gloria. Sobre sus vestidos y muslo aparecía escrito el título de Rey de reyes y Señor de señores. Su aspecto era tan brillante como el sol del mediodía; sus ojos como llama de fuego; y sus pies parecían de latón fino. Resonaba su voz como un concierto armónico de instrumentos músicos. La tierra temblaba ante él; los cielos se apartaron como arrollado pergamino, y las montañas e islas se descuajaron de su asiento. “Y los reyes de la tierra, y los príncipes, y los ricos, y los capitanes, y los fuertes, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos de la cara de Aquel que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero: porque el gran día de su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?” Los que poco antes hubieran exterminado de la tierra a los fieles hijos de Dios, presenciaban ahora la gloria de Dios que sobre éstos reposaba. Y en medio de su terror, los malvados oían las voces de los santos que en gozosas estrofas decían: “He aquí éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará.”
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La tierra se estremeció violentamente cuando la voz del Hijo de Dios llamó a los santos que dormían, quienes respondieron a la evocación y resurgieron revestidos de gloriosa inmortalidad, exclamando: “¡Victoria! ¡victoria! sobre la muerte y el sepulcro. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?” Entonces, los santos vivientes y los resucitados elevaron sus voces en un prolongado y arrobador grito de triunfo. Aquellos cuerpos que habían bajado a la tumba con los estigmas de la enfermedad y la muerte resucitaron inmortalmente sanos y vigorosos. Los santos vivientes fueron transmutados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, y arrebatados con los salidos del sepulcro, fueron todos juntos a encontrar a su Señor en el aire. ¡Oh, y cuán glorioso encuentro fué ése! Los amigos separados por la muerte volvieron a unirse para no separarse más.
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La nube que a Jesús servía de vehículo llevaba alas a ambos lados, y debajo ruedas vivientes. Al girar las ruedas exclamaban ¡Santo! y al batir las alas, gritaban ¡Santo! La comitiva de santos ángeles que rodeaba la nube, exclamaba: “Santo, santo, santo, Señor Dios omnipotente.” Y los santos que estaban en la nube exclamaban: “¡Gloria! ¡Aleluya!” Y el carro de nube rodaba hacia la santa ciudad. Antes de entrar en ella, se ordenaron los santos en un cuadro perfecto con Jesús en el centro. Sobresalía de cabeza y hombros por encima de los santos y de los ángeles, de modo que todos los del cuadro podían ver su majestuosa figura y amable continente.
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1859
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Testimonios Selectos Tomo 2
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