El Ministerio de Curación
La curación del alma
Muchos de los que acudían a Cristo en busca de ayuda habían atraído la enfermedad sobre sí, y sin embargo él no rehusaba sanarlos. Y cuando estas almas recibían la virtud de Cristo, reconocían su pecado, y muchos se curaban de su enfermedad espiritual al par que de sus males físicos. MC 49.1
Entre tales personas se hallaba el paralítico de Capernaúm. Como el leproso, este paralítico había perdido toda esperanza de restablecimiento. Su dolencia era resultado de una vida pecaminosa, y el remordimiento amargaba su padecer. En vano había acudido a los fariseos y a los médicos en busca de alivio; le habían declarado incurable, y condenándole por pecador, habían afirmado que moriría bajo la ira de Dios. MC 49.2
El paralítico había caído en la desesperación. Pero después oyó hablar de las obras de Jesús. Otros, tan pecadores y desamparados como él, habían sido curados, y él se sintió alentado a creer que también podría ser curado si conseguía que le llevaran al Salvador. Decayó su esperanza al recordar la causa de su enfermedad, y sin embargo no podía renunciar a la posibilidad de sanar. MC 49.3
Obtener alivio de su carga de pecado era su gran deseo. Anhelaba ver a Jesús, y recibir de él la seguridad del perdón y la paz con el cielo. Después estaría contento de vivir o morir, según la voluntad de Dios. MC 49.4
No había tiempo que perder, pues ya su carne demacrada presentaba síntomas de muerte. Conjuró a sus amigos a que lo llevasen en su cama a Jesús, cosa que ellos se dispusieron a hacer de buen grado. Pero era tanta la muchedumbre que se había juntado dentro y fuera de la casa en la cual se hallaba el Salvador, que era imposible para el enfermo y sus amigos llegar hasta él, o ponerse siquiera al alcance de su voz. Jesús estaba enseñando en la casa de Pedro. Según su costumbre, los discípulos estaban junto a él, y “los Fariseos y doctores de la ley estaban sentados, los cuales habían venido de todas las aldeas de Galilea, y de Judea y Jerusalem.” Lucas 5:17. MC 49.5
Muchos habían venido como espías, buscando motivos para acusar a Jesús. Más allá se apiñaba la promiscua multitud de los interesados, los curiosos, los respetuosos y los incrédulos. Estaban representadas varias nacionalidades y todas las clases de la sociedad. “Y la virtud del Señor estaba allí para sanarlos.” Vers. 17. El Espíritu de vida se cernía sobre la asamblea, pero ni los fariseos ni los doctores discernían su presencia. No sentían necesidad alguna, y la curación no era para ellos. “A los hambrientos hinchió de bienes; y a los ricos envió vacíos.” Lucas 1:53. MC 50.1
Una y otra vez los que llevaban al paralítico procuraron abrirse paso por entre la muchedumbre, pero en vano. El enfermo miraba en torno suyo con angustia indecible. ¿Cómo podía abandonar toda esperanza, cuando el tan anhelado auxilio estaba ya tan cerca? Por indicación suya, sus amigos lo subieron al tejado de la casa, y haciendo un boquete en él, le bajaron hasta los pies de Jesús. MC 50.2
El discurso quedó interrumpido. El Salvador miró el rostro entristecido del enfermo, y vió sus ojos implorantes fijos en él. Bien conocía el deseo de aquella alma agobiada. Era Cristo el que había llevado la convicción a la conciencia del enfermo, cuando estaba aún en casa. Cuando se arrepintió de sus pecados y creyó en el poder de Jesús para sanarle, la misericordia del Salvador bendijo su corazón. Jesús había visto el primer rayo de fe convertirse en la convicción de que él era el único auxiliador del pecador, y había visto crecer esa convicción con cada esfuerzo del paralítico por llegar a su presencia. Cristo era quien había atraído a sí mismo al que sufría. Y ahora, con palabras que eran como música para los oídos a los cuales eran destinadas, el Salvador dijo: “Confía, hijo; tus pecados te son perdonados.” Mateo 9:2. MC 50.3
La carga de culpa se desprende del alma del enfermo. Ya no puede dudar. Las palabras del Cristo manifiestan su poder para leer en el corazón. ¿Quién puede negar su poder de perdonar los pecados? La esperanza sucede a la desesperación, y el gozo a la tristeza deprimente. Ya desapareció el dolor físico, y todo el ser del enfermo está transformado. Sin pedir más, reposa silencioso y tranquilo, demasiado feliz para hablar. MC 51.1
Muchos observaban suspensos tan extraño suceso y se daban cuenta de que las palabras de Cristo eran una invitación que les dirigía. ¿No estaban ellos también enfermos del alma por causa del pecado? ¿No ansiaban ellos también verse libres de su carga? MC 51.2
Pero los fariseos, temerosos de perder la influencia que ejercían sobre la muchedumbre, decían en su corazón: “Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?” Marcos 2:7. MC 51.3
Fijando en ellos su mirada, bajo la cual se sentían acobardados y retrocedían, Jesús dijo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados; o decir: Levántate, y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados,” agregó dirigiéndose al paralítico: “Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa.” Mateo 9:4-6. MC 51.4
Entonces el que había sido traído en camilla a Jesús se levantó con la elasticidad y la fuerza de la juventud. E inmediatamente, “tomando su lecho, se salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca tal hemos visto.” Marcos 2:12. MC 51.5
Se necesitaba nada menos que un poder creador para devolver la salud a ese cuerpo decaído. La misma voz que infundió vida al hombre creado del polvo de la tierra, la infundió al paralítico moribundo. Y el mismo poder que dió vida al cuerpo, renovó el corazón. Aquel que en la creación “dijo, y fué hecho”; que “mandó, y existió” (Salmos 33:9), infundió vida al alma muerta en transgresiones y pecados. La curación del cuerpo era prueba evidente del poder que había renovado el corazón. Cristo mandó al paralítico que se levantara y anduviera, “para que sepáis—dijo—que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados.” MC 51.6
El paralítico encontró en Cristo curación para su alma y para su cuerpo. Necesitaba la salud del alma antes de poder apreciar la salud del cuerpo. Antes de poder sanar la enfermedad física, Cristo tenía que infundir alivio al espíritu y limpiar el alma de pecado. No hay que pasar por alto esta lección. Actualmente miles que adolecen de enfermedades físicas desean, como el paralítico, oír el mensaje: “Tus pecados te son perdonados.” La carga del pecado, con su desasosiego y sus deseos nunca satisfechos, es la causa fundamental de sus enfermedades. No podrán encontrar alivio mientras no acudan al Médico del alma. La paz que él solo puede dar devolverá el vigor a la mente y la salud al cuerpo. MC 52.1
El efecto producido en el pueblo por la curación del paralítico fué como si el cielo se hubiera abierto para revelar las glorias de un mundo mejor. Al salir el que había sido curado por entre la muchedumbre, bendiciendo a Dios a cada paso y llevando su carga como si no pesara más que una pluma, el pueblo se apartaba para dejarle pasar, mirándolo con extrañeza y susurrando: “Hemos visto maravillas hoy.” Lucas 5:26. MC 52.2
Hubo gran regocijo en la casa del paralítico cuando éste volvió trayendo con facilidad la cama en que lentamente lo habían llevado de su presencia. Le rodearon con lágrimas de gozo, pudiendo apenas creer lo que sus ojos veían. Allí estaba él delante de ellos en todo el vigor de la virilidad. Aquellos brazos que ellos habían visto sin vida, obedecían con rapidez a su voluntad. La carne antes encogida y plomiza, ahora la veían fresca y sonrosada. El hombre andaba con paso firme y con soltura. El gozo y la esperanza se dibujaban en todo su semblante; y una expresión de pureza y paz había reemplazado las señales del pecado y del padecimiento. Una gozosa gratitud subía de aquella casa, y Dios resultaba glorificado por medio de su Hijo, quien había devuelto esperanza al desesperado, y fuerza al agobiado. Aquel hombre y su familia estaban dispuestos a dar la vida por Jesús. Ninguna duda obscurecía su fe, ninguna incredulidad disminuía su lealtad para con Aquel que había traído luz a su lóbrego hogar. MC 52.3
“Bendice, alma mía, a Jehová;
y bendigan todas mis entrañas su santo nombre.
Bendice, alma mía, a Jehová,
y no olvides ninguno de sus beneficios.
El es quien perdona todas tus iniquidades,
el que sana todas tus dolencias;
el que rescata del hoyo tu vida,
el que te corona de favores y misericordias;
el que sacia de bien tu boca
de modo que te rejuvenezcas como el águila.
Jehová el que hace justicia
y derecho a todos los que padecen violencia. ...
No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades;
ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados. ...
Como el padre se compadece de los hijos,
se compadece Jehová de los que le temen.
Porque él conoce nuestra condición;
acuérdase que somos polvo.” Salmos 103:1-14.
MC 53.1