El Ministerio de Curación

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La confesión del pecado

Trabajo perdido es enseñar a la gente a considerar a Dios como sanador de sus enfermedades, si no se le enseña también a desechar las prácticas malsanas. Para recibir las bendiciones de Dios en respuesta a la oración, se debe dejar de hacer el mal y aprender a hacer el bien. Las condiciones en que se vive deben ser saludables, y los hábitos de vida correctos. Se debe vivir en armonía con la ley natural y espiritual de Dios. MC 173.4

A quienes solicitan que se ore para que les sea devuelta la salud, hay que hacerles ver que la violación de la ley de Dios, natural o espiritual, es pecado, y que para recibir la bendición de Dios deben confesar y aborrecer sus pecados. MC 174.1

La Escritura nos dice: “Confesaos vuestras faltas unos a otros, y rogad los unos por los otros, para que seáis sanos.” Santiago 5:16. Al que solicita que se ore por él, dígasele más o menos lo siguiente: “No podemos leer en el corazón, ni conocer los secretos de tu vida. Dios solo y tú los conocéis. Si te arrepientes de tus pecados, deber tuyo es confesarlos.” El pecado de carácter privado debe confesarse a Cristo, único mediador entre Dios y el hombre. Pues “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.” 1 Juan 2:1. Todo pecado es ofensa hecha a Dios, y se lo ha de confesar por medio de Cristo. Todo pecado cometido abiertamente debe confesarse abiertamente. El mal hecho al prójimo debe subsanarse ofreciendo reparación al perjudicado. Si el que pide la salud es culpable de alguna calumnia, si ha sembrado la discordia en la familia, en el vecindario, o en la iglesia, si ha suscitado enemistades y disensiones, si mediante siniestras prácticas ha inducido a otros al pecado, ha de confesar todas estas cosas ante Dios y ante los que fueron perjudicados por ellas. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad.” 1 Juan 1:9. MC 174.2

Cuando el mal quedó subsanado, podemos con fe tranquila presentar a Dios las necesidades del enfermo, según lo indique el Espíritu Santo. Dios conoce a cada cual por nombre y cuida de él como si no hubiera nadie más en el mundo por quien entregara a su Hijo amado. Siendo el amor de Dios tan grande y tan infalible, se debe alentar al enfermo a que confíe en Dios y tenga ánimo. La congoja acerca de sí mismos los debilita y enferma. Si los enfermos resuelven sobreponerse a la depresión y la melancolía, tendrán mejores perspectivas de sanar; pues “el ojo de Jehová está sobre los que le temen, sobre los que esperan en su misericordia.” Salmos 33:18 (VM). MC 174.3

Al orar por los enfermos debemos recordar que “no sabemos orar como se debe.” Romanos 8:26 (VM). No sabemos si el beneficio que deseamos es el que más conviene. Por tanto, nuestras oraciones deben incluir este pensamiento: “Señor, tú conoces todo secreto del alma. Conoces también a estas personas. Su Abogado, el Señor Jesús, dió su vida por ellas. Su amor hacia ellas es mayor de lo que puede ser el nuestro. Por consiguiente, si esto puede redundar en beneficio de tu gloria y de estos pacientes, pedímoste, en nombre de Jesús, que les devuelvas la salud. Si no es tu voluntad que así sea, te pedimos que tu gracia los consuele, y que tu presencia los sostenga en sus padecimientos.” MC 175.1

Dios conoce el fin desde el principio. Conoce el corazón de todo hombre. Lee todo secreto del alma. Sabe si aquellos por quienes se hace oración podrían o no soportar las pruebas que les acometerían si hubiesen de sobrevivir. Sabe si sus vidas serían bendición o maldición para sí mismos y para el mundo. Esto es una razón para que, al presentarle encarecidamente a Dios nuestras peticiones, debamos decirle: “Empero no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Lucas 22:42. Jesús añadió estas palabras de sumisión a la sabiduría y la voluntad de Dios cuando en el huerto de Getsemaní rogaba: “Padre mío, si es posible, pase de mí este vaso.” Mateo 26:39. Y si estas palabras eran apropiadas para el Hijo de Dios, ¡cuánto más lo serán en labios de falibles y finitos mortales! MC 175.2

Lo que conviene es encomendar nuestros deseos al sapientísimo Padre celestial, y después, depositar en él toda nuestra confianza. Sabemos que Dios nos oye si le pedimos conforme a su voluntad. Pero el importunarle sin espíritu de sumisión no está bien; nuestras oraciones no han de revestir forma de mandato, sino de intercesión. MC 175.3

Hay casos en que Dios obra con toda decisión con su poder divino en la restauración de la salud. Pero no todos los enfermos curan. A muchos se les deja dormir en Jesús. A Juan, en la isla de Patmos, se le mandó que escribiera: “Bienaventurados los muertos que de aquí adelante mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, que descansarán de sus trabajos; porque sus obras con ellos siguen.” Apocalipsis 14:13. De esto se desprende que aunque haya quienes no recobren la salud no hay que considerarlos faltos de fe. MC 176.1

Todos deseamos respuestas inmediatas y directas a nuestras oraciones, y estamos dispuestos a desalentarnos cuando la contestación tarda, o cuando llega en forma que no esperábamos. Pero Dios es demasiado sabio y bueno para contestar siempre a nuestras oraciones en el plazo exacto y en la forma precisa que deseamos. El quiere hacer en nuestro favor algo más y mejor que el cumplimiento de todos nuestros deseos. Y por el hecho de que podemos confiar en su sabiduría y amor, no debemos pedirle que ceda a nuestra voluntad, sino procurar comprender su propósito y realizarlo. Nuestros deseos e intereses deben perderse en su voluntad. Los sucesos que prueban nuestra fe son para nuestro bien, pues denotan si nuestra fe es verdadera y sincera, y si descansa en la Palabra de Dios sola, o si, dependiente de las circunstancias, es incierta y variable. La fe se fortalece por el ejercicio. Debemos dejar que la paciencia perfeccione su obra, recordando que hay preciosas promesas en las Escrituras para los que esperan en el Señor. MC 176.2

No todos entienden estos principios. Muchos de los que buscan la salutífera gracia del Señor piensan que debieran recibir directa e inmediata respuesta a sus oraciones, o si no, que su fe es defectuosa. Por esta razón, conviene aconsejar a los que se sienten debilitados por la enfermedad, que obren con toda discreción. No deben desatender sus deberes para con sus amigos que les sobrevivan, ni descuidar el uso de los agentes naturales para la restauración de la salud. MC 176.3