El Discurso Maestro de Jesucristo
“Santificado sea tu nombre”.
Para santificar el nombre del Señor se requiere que las palabras que empleamos al hablar del Ser Supremo sean pronunciadas con reverencia. “Santo y terrible es su nombre”.6 Nunca debemos mencionar con liviandad los títulos ni los apelativos de la Deidad. Por la oración entramos en la sala de audiencia del Altísmo y debemos comparecer ante él con pavor sagrado. Los ángeles velan sus rostros en su presencia. Los querubines y los esplendorosos y santos serafines se acercan a su trono con reverencia solemne. ¡Cuánto más debemos nosotros, seres finitos y pecadores, presentarnos en forma reverente delante del Señor, nuestro Creador! DMJ 91.3
Pero santificar el nombre del Señor significa mucho más que esto. Podemos manifestar, como los judíos contemporáneos de Cristo, la mayor reverencia externa hacia Dios y, no obstante, profanar su nombre continuamente. “El nombre de Jehová” es: “Fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad...; que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado”. Se dijo de la iglesia de Cristo: “Se la llamará: Jehová, justicia nuestra”. Este nombre se da a todo discípulo de Cristo. Es la herencia del hijo de Dios. La familia se conoce por el nombre del Padre. El profeta Jeremías, en tiempo de tribulación y gran dolor oró: “Sobre nosotros es invocado tu nombre; no nos desampares”.7 DMJ 91.4
Este nombre es santificado por los ángeles del cielo y por los habitantes de los mundos sin pecado. Cuando oramos “Santificado sea tu nombre”, pedimos que lo sea en este mundo, en nosotros mismos. Dios nos ha reconocido delante de hombres y ángeles como sus hijos; pidámosle ayuda para no deshonrar el “buen nombre que fue invocado sobre” nosotros.8 Dios nos envía al mundo como sus representantes. En todo acto de la vida, debemos manifestar el nombre de Dios. Esta petición exige que poseamos su carácter. No podemos santificar su nombre ni representarlo ante el mundo, a menos que en nuestra vida y carácter representemos la vida y el carácter de Dios. Esto podrá hacerse únicamente cuando aceptemos la gracia y la justicia de Cristo. DMJ 92.1