Cristo Nuestro Salvador

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Jesús presentado en el templo

José y María eran judíos, y seguían las costumbres de su nación. Cuando Jesús tuvo seis semanas, le llevaron al templo de Jerusalén para presentarle al Señor. CNS 11.1

Eso estaba en armonía con la ley que Dios había dado a Israel, y Jesús debía ser obediente en todas las cosas. Por tanto, el Hijo de Dios mismo, el Príncipe del cielo, nos enseña por su ejemplo que debemos obedecer. CNS 11.2

Sólo el primogénito de cada familia era presentado así en el templo. Esta ceremonia se hacía para conmemorar un suceso de tiempos muy remotos. CNS 11.3

Cuando los israelitas eran esclavos en Egipto, el Señor envió a Moisés para libertarlos. Lo mandó a Faraón, rey de Egipto, para decirle: CNS 11.4

“Así dice Jehová: Israel es mi hijo, mi primogénito; y ya te he dicho: Deja ir a mi hijo para que me sirva; y tú rehusas dejarle ir: he aquí que voy a matar a tu hijo, tu primogénito.” Éxodo 4:22, 23. CNS 11.5

Moisés llevó este mensaje al rey, mas Faraón le respondió: “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? No conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel.” Éxodo 5:2. CNS 11.6

Entonces Dios mandó terribles plagas sobre los egipcios. La última de éstas fué la muerte del primogénito de cada familia, desde la del rey hasta la del más humilde de aquella tierra. CNS 11.7

El Señor dijo a Moisés que cada familia de los israelitas debía matar un cordero y pintar con la sangre una señal sobre los postes de las puertas de sus casas. Esta señal iba a servir de indicación al ángel de la muerte para que pasara por alto todas las casas de los israelitas y destruyera sólo a los soberbios y crueles egipcios. CNS 12.1

Esta sangre de la “pascua” representaba para los judíos la sangre de Cristo, pues a su debido tiempo Dios daría a su Hijo amado para ser sacrificado como lo era el cordero pascual, para que todos los que en él creyeran fuesen librados de la muerte eterna. Cristo es llamado nuestra Pascua. 1 Corintios 5:7. Por su sangre, mediante la fe, somos redimidos. Efesios 1:7. CNS 12.2

De manera que cada vez que una familia de Israel llevaba a su primogénito al templo, debía recordar cómo los niños habían sido salvados de la plaga en Egipto y cómo todos podían salvarse del pecado y de la muerte eterna. El sacerdote tomaba en sus brazos al niño traído al templo, y le alzaba ante el altar. CNS 12.3

De este modo dedicaba solemnemente al niño a Dios. Después escribía su nombre en el rollo, o libro, que contenía los nombres de los primogénitos de Israel. Asimismo todos los que sean salvos por la sangre de Cristo tendrán sus nombres escritos en el libro de la vida. CNS 12.4

José y María llevaron a Jesús al sacerdote según lo exigía la ley. Todos los días había padres y madres que iban con sus hijos al templo, y en las humildes personas de José y María el sacerdote no notó nada de extraordinario. No eran más que miembros de la clase trabajadora de Galilea. CNS 12.5

En el niño Jesús no vió más que una tierna criatura. No se imaginó aquel sacerdote que tenía en sus brazos al Salvador del mundo, al Sumo Sacerdote del santuario celestial. Sin embargo, bien hubiera podido saberlo; porque si hubiese sido obediente a la Palabra de Dios, el Señor se lo hubiera revelado. CNS 13.1

En aquel mismo momento se encontraban en el templo dos verdaderos siervos de Dios, Simeón y Ana. Ambos habían envejecido en el servicio de su Señor, el cual les había revelado cosas que había tenido que ocultar a los sacerdotes orgullosos y egoístas. CNS 13.2

Simeón había obtenido la promesa de que no moriría antes de que hubiese visto al Mesías. Tan luego como vió al niño Jesús en el templo, supo que era el Ungido del Señor. CNS 13.3

Circundaba el rostro de Jesús una suave luz celestial, y Simeón, tomando al niño en sus brazos, dió gracias a Dios y dijo: CNS 13.4

“¡Ahora despide a tu siervo, Señor, conforme a tu palabra, en paz! porque mis ojos han visto tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para iluminación de las naciones, y gloria de tu pueblo Israel.” Lucas 2:29-32. CNS 13.5

Y la profetisa Ana, “presentándose en aquella misma hora, daba gracias a Dios, y hablaba de aquel niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalem.” Lucas 2:38. CNS 13.6

Así es como Dios escoge a personas humildes como testigos suyos y con frecuencia pasa por alto a aquellos a quienes el mundo llama grandes. Muchos de ellos son como los sacerdotes y gobernantes judíos, y se afanan por servirse y honrarse a sí mismos, pero piensan poco en servir y honrar a Dios. Por tanto, Dios no puede escogerlos para que hablen a otros de su amor y misericordia. CNS 13.7

María, la madre de Jesús, pensó mucho en la profecía admirable de Simeón. Mientras miraba al niño en sus brazos y recordaba lo que los pastores de Belén habían dicho, su corazón se llenaba de gozo, gratitud y esperanza. CNS 14.1

Las palabras de Simeón le hicieron recordar la profecía de Isaías. Sabía que se referían a Jesús estas palabras admirables: CNS 14.2

“El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz, y sobre los habitantes de la tierra de sombra de muerte, luz ha resplandecido.... Porque un Niño nos ha nacido, un Hijo nos es dado: y el dominio estará sobre su hombro; y se le darán por nombres suyos: Maravilloso, Consejero, Poderoso Dios, Padre del siglo eterno, Príncipe de Paz.” Isaías 9:2, 6. CNS 14.3