Capítulo 47—“Nada os será imposible”
Después de haber pasado toda la noche en el monte, a la salida del sol Jesús y sus discípulos descendieron a la llanura. Absortos en sus pensamientos, los discípulos marchaban asombrados y en silencio. Pedro mismo no tenía una palabra que decir. Gustosamente habrían permanecido en aquel santo lugar que había sido tocado por la luz del cielo, y donde el Hijo de Dios había manifestado su gloria; pero había que trabajar para el pueblo, que ya estaba buscando a Jesús desde lejos y cerca.
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Al pie de la montaña se había reunido una gran compañía conducida allí por los discípulos que habían quedado atrás, pero que sabían adónde se había dirigido Jesús. Al acercarse el Salvador, encargó a sus tres compañeros que guardasen silencio acerca de lo que habían presenciado, diciendo: “No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de los muertos.” La revelación hecha a los discípulos había de ser meditada en su corazón y no divulgada. El relatarla a las multitudes no habría hecho sino excitar el ridículo o la ociosa admiración. Y ni aun los nueve apóstoles iban a comprender la escena hasta después que Cristo hubiese resucitado de los muertos. Cuán lentos de comprensión eran los mismos tres discípulos favorecidos, puede verse en el hecho de que, a pesar de todo lo que Cristo había dicho acerca de lo que le esperaba, se preguntaban entre sí lo que significaría el resucitar de entre los muertos. Sin embargo, no pidieron explicación a Jesús. Sus palabras acerca del futuro los habían llenado de tristeza; no buscaron otra revelación concerniente a aquello que preferían creer que nunca acontecería.
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Al divisar a Jesús, la gente que estaba en la llanura corrió a su encuentro, saludándole con expresiones de reverencia y gozo. Sin embargo, su ojo avizor discernió que estaban en gran perplejidad. Los discípulos parecían turbados. Acababa de ocurrir una circunstancia que les había ocasionado amargo chasco y humillación.
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Mientras estaban esperando al pie de la montaña, un padre les había traído a su hijo para que lo librasen de un espíritu mudo que le atormentaba. Cuando Jesús mandó a los doce a predicar por Galilea, les había conferido autoridad sobre los espíritus inmundos para poder echarlos. Mientras conservaron firme su fe, los malos espíritus habían obedecido sus palabras. Ahora, en el nombre de Cristo, ordenaron al espíritu torturador que dejase a su víctima, pero el demonio no había hecho sino burlarse de ellos mediante un nuevo despliegue de su poder. Los discípulos, incapaces de explicarse su derrota, sentían que estaban atrayendo deshonor sobre sí mismos y su Maestro. Y en la muchedumbre había escribas que sacaban partido de esa oportunidad para humillarlos. Agolpándose en derredor de los discípulos, los acosaban con preguntas, tratando de demostrar que ellos y su Maestro eran impostores. Allí había un espíritu malo que ni los discípulos ni Cristo mismo podrían vencer, declararon triunfalmente los rabinos. La gente se inclinaba a concordar con los escribas, y dominaba a la muchedumbre un sentimiento de desprecio y burla.
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Pero de repente las acusaciones cesaron. Se vió a Jesús y los tres discípulos que se acercaban, y con una rápida reversión de sentimientos, la gente se volvió para recibirlos. La noche de comunión con la gloria celestial había dejado su rastro sobre el Salvador y sus compañeros. En sus semblantes, había una luz que infundía reverencia a quienes los miraban. Los escribas se retiraron temerosos, mientras que la gente daba la bienvenida a Jesús.
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Como si hubiese presenciado todo lo que había ocurrido, el Salvador vino a la escena del conflicto y fijando su mirada en los escribas preguntó: “¿Qué disputáis con ellos?”
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Pero las voces que antes habían sido tan atrevidas y desafiantes permanecieron ahora calladas. El silencio embargaba a todo el grupo. Entonces el padre afligido se abrió paso entre la muchedumbre, y cayendo a los pies de Jesús expresó su angustia y desaliento:
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“Maestro—dijo,—traje a ti mi hijo, que tiene un espíritu mudo, el cual, donde quiera que le toma, le despedaza; ... y dije a tus discípulos que le echasen fuera, y no pudieron.”
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Jesús miró en derredor suyo a la multitud despavorida, a los cavilosos escribas, a los perplejos discípulos. Vió incredulidad en todo corazón; y con voz llena de tristeza exclamó: “¡Oh generación infiel! ¿hasta cuándo estaré con vosotros? ¿hasta cuándo os tengo de sufrir?” Luego ordenó al padre angustiado: “Trae tu hijo acá.”
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Fué traído el muchacho y, al posarse los ojos del Salvador sobre él, el espíritu malo lo arrojó al suelo en convulsiones de agonía. Se revolcaba y echaba espuma por la boca, hendiendo el aire con clamores pavorosos.
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El Príncipe de la vida y el príncipe de las potestades de las tinieblas habían vuelto a encontrarse en el campo de batalla: Cristo, en cumplimiento de su misión de “pregonar a los cautivos libertad, y ... para poner en libertad a los quebrantados;”1 Satanás tratando de retener a su víctima bajo su dominio. Invisibles, los ángeles de luz y las huestes de los malos ángeles se cernían cerca del lugar para contemplar el conflicto. Por un momento, Jesús permitió al mal espíritu que manifestase su poder, a fin de que los espectadores comprendiesen el libramiento que se iba a producir.
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La muchedumbre miraba con el aliento en suspenso, el padre con agonía de esperanza y temor. Jesús preguntó: “¿Cuánto tiempo ha que le aconteció esto?” El padre contó la historia de los largos años de sufrimiento, y luego, como si no lo pudiese soportar más, exclamó: “Si puedes algo, ayúdanos, teniendo misericordia de nosotros.” “Si puedes.” Hasta el padre dudaba ahora del poder de Cristo.
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Jesús respondió: “Si puedes creer, al que cree todo es posible.” No faltaba poder a Cristo; pero la curación del hijo dependía de la fe del padre. Estallando en lágrimas, comprendiendo su propia debilidad, el padre se confió completamente a la misericordia de Cristo, exclamando: “Creo, ayuda mi incredulidad.”
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Jesús se volvió hacia el enfermo y dijo: “Espíritu mudo y sordo, yo te mando, sal de él, y no entres más en él.” Se oyó un clamor y se produjo una lucha intensísima. El demonio, al salir, parecía estar por quitar la vida a su víctima. Luego el mancebo quedó acostado sin movimiento y aparentemente sin vida. La multitud murmuró: “Está muerto.” Pero Jesús le tomó de la mano y, alzándole, le presentó en perfecta sanidad mental y corporal a su padre. El padre y el hijo alabaron el nombre de su libertador. Los espectadores quedaron “atónitos de la grandeza de Dios,” mientras los escribas, derrotados y abatidos, se apartaron malhumorados.
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“Si puedes algo, ayúdanos, teniendo misericordia de nosotros.” ¡Cuántas almas cargadas por el pecado han repetido esta oración! Y para todas, la respuesta del Salvador compasivo es: “Si puedes creer, al que cree todo es posible.” Es la fe la que nos une con el Cielo y nos imparte fuerza para luchar con las potestades de las tinieblas. En Cristo, Dios ha provisto medios para subyugar todo rasgo pecaminoso y resistir toda tentación, por fuerte que sea. Pero muchos sienten que les falta la fe, y por lo tanto permanecen lejos de Cristo. Confíen estas almas desamparadas e indignas en la misericordia de su Salvador compasivo. No se miren a sí mismas, sino a Cristo. El que sanó al enfermo y echó a los demonios cuando estaba entre los hombres es hoy el mismo Redentor poderoso. La fe viene por la palabra de Dios. Entonces aceptemos la promesa: “Al que a mí viene, no le echo fuera.”2 Arrojémonos a sus pies clamando: “Creo, ayuda mi incredulidad.” Nunca pereceremos mientras hagamos esto, nunca.
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En corto tiempo, los discípulos favorecidos habían contemplado los extremos de la gloria y de la humillación. Habían visto a la humanidad transfigurada a la imagen de Dios y degradada a semejanza de Satanás. De la montaña donde había conversado con los mensajeros celestiales y había sido proclamado Hijo de Dios por la voz de la radiante gloria, habían visto a Jesús descender para hacer frente al espectáculo angustioso y repugnante del joven endemoniado, con rostro desencajado, que hacía crujir los dientes en espasmos de una agonía que ningún poder humano podía aliviar. Y este poderoso Redentor, que tan sólo unas horas antes estuvo glorificado delante de sus discípulos asombrados, se inclinó para levantar a la víctima de Satanás de la tierra donde se revolcaba y devolverla, sana de mente y cuerpo, a su padre y a su hogar.
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Esta era una lección objetiva de la redención: el Ser Divino procedente de la gloria del Padre, se detenía para salvar a los perdidos. Representaba también la misión de los discípulos. La vida de los siervos de Cristo no ha de pasarse sólo en la cumbre de la montaña con Jesús, en horas de iluminación espiritual. Tienen trabajo que hacer en la llanura. Las almas que Satanás ha esclavizado están esperando la palabra de fe y oración que las liberte.
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Los nueve discípulos estaban todavía pensando en su amargo fracaso; y cuando Jesús estuvo otra vez solo con ellos, le preguntaron: “¿Por qué nosotros no lo pudimos echar fuera?” Jesús les contestó: “Por vuestra incredulidad; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá: y se pasará: y nada os será imposible. Mas este linaje no sale sino por oración y ayuno.” Su incredulidad, que los privaba de sentir una simpatía más profunda hacia Cristo, y la negligencia con que habían considerado la obra sagrada a ellos confiada les habían hecho fracasar en el conflicto con las potestades de las tinieblas.
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Las palabras con que Cristo señalara su muerte les habían infundido tristeza y duda. Y la elección de los tres discípulos para que acompañasen a Jesús a la montaña había excitado los celos de los otros nueve. En vez de fortalecer su fe por la oración y la meditación en las palabras de Cristo, se habían estado espaciando en sus desalientos y agravios personales. En este estado de tinieblas, habían emprendido el conflicto con Satanás.
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A fin de tener éxito en un conflicto tal, debían encarar la obra con un espíritu diferente. Su fe debía ser fortalecida por la oración ferviente, el ayuno y la humillación del corazón. Debían despojarse del yo y ser henchidos del espíritu y del poder de Dios. La súplica ferviente y perseverante dirigida a Dios con una fe que induce a confiar completamente en él y a consagrarse sin reservas a su obra, es la única que puede prevalecer para traer a los hombres la ayuda del Espíritu Santo en la batalla contra los principados y potestades, los gobernadores de las tinieblas de este mundo y las huestes espirituales de iniquidad en las regiones celestiales.
DTG 397.3
“Si tuviereis fe como un grano de mostaza—dijo Jesús,—diréis a este monte: Pásate de aquí allá: y se pasará.” Aunque muy pequeña, la semilla de mostaza contiene el mismo principio vital misterioso que produce el crecimiento del árbol más imponente. Cuando la semilla de mostaza es echada en la tierra, el germen diminuto se apropia de cada elemento que Dios ha provisto para su nutrición y emprende prestamente su lozano desarrollo. Si tenemos una fe tal, nos posesionaremos de la Palabra de Dios y de todos los agentes útiles que él ha provisto. Así nuestra fe se fortalecerá, y traerá en nuestra ayuda el poder del Cielo. Los obstáculos que Satanás acumula sobre nuestra senda, aunque aparentemente tan insuperables como altísimas montañas, desaparecerán ante el mandato de la fe. “Nada os será imposible.”
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El Deseado de Todas las Gentes
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