Capítulo 40—Una noche sobre el lago
Sentada sobre la llanura cubierta de hierba, en el crepúsculo primaveral, la gente comió los alimentos que Cristo había provisto. Las palabras que había oído aquel día, le habían llegado como la voz de Dios. Las obras de sanidad que había presenciado, eran de tal carácter que únicamente el poder divino podía realizarlas. Pero el milagro de los panes atraía a cada miembro de la vasta muchedumbre. Todos habían participado de su beneficio. En los días de Moisés, Dios había alimentado a Israel con maná en el desierto, y ¿quién era éste que los había alimentado ese día, sino Aquel que había sido anunciado por Moisés? Ningún poder humano podía crear, de cinco panes de cebada y dos pececillos, bastantes comestibles para alimentar a miles de personas hambrientas. Y se decían unos a otros: “Este verdaderamente es el profeta que había de venir al mundo.”
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Durante todo el día esta convicción se había fortalecido. Ese acto culminante les aseguraba que entre ellos se encontraba el Libertador durante tanto tiempo esperado. Las esperanzas de la gente iban aumentando cada vez más. El sería quien haría de Judea un paraíso terrenal, una tierra que fluyese leche y miel. Podía satisfacer todo deseo. Podía quebrantar el poder de los odiados romanos. Podía librar a Judá y Jerusalén. Podía curar a los soldados heridos en la batalla. Podía proporcionar alimento a ejércitos enteros. Podía conquistar las naciones y dar a Israel el dominio que deseaba desde hacía mucho tiempo.
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En su entusiasmo, la gente estaba lista para coronarle rey en seguida. Se veía que él no hacía ningún esfuerzo para llamar la atención a sí mismo, ni para atraerse honores. En esto era esencialmente diferente de los sacerdotes y los príncipes, y los presentes temían que nunca haría valer su derecho al trono de David. Consultando entre sí, convinieron en tomarle por fuerza y proclamarle rey de Israel. Los discípulos se unieron a la muchedumbre para declarar que el trono de David era herencia legítima de su Maestro. Dijeron que era la modestia de Cristo lo que le hacía rechazar tal honor. Exalte el pueblo a su Libertador, pensaban. Véanse los arrogantes sacerdotes y príncipes obligados a honrar a Aquel que viene revestido con la autoridad de Dios.
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Con avidez decidieron llevar a cabo su propósito; pero Jesús vió lo que se estaba tramando y comprendió, como no podían hacerlo ellos, cuál sería el resultado de un movimiento tal. Los sacerdotes y príncipes estaban ya buscando su vida. Le acusaban de apartar a la gente de ellos. La violencia y la insurrección seguirían a un esfuerzo hecho para colocarle sobre el trono, y la obra del reino espiritual quedaría estorbada. Sin dilación, el movimiento debía ser detenido. Llamando a sus discípulos, Jesús les ordenó que tomasen el bote y volviesen en seguida a Capernaúm, dejándole a él despedir a la gente.
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Nunca antes había parecido tan imposible cumplir una orden de Cristo. Los discípulos habían esperado durante largo tiempo un movimiento popular que pusiese a Jesús en el trono; no podían soportar el pensamiento de que todo ese entusiasmo fuera reducido a la nada. Las multitudes que se estaban congregando para observar la Pascua anhelaban ver al nuevo Profeta. Para sus seguidores, ésta parecía la oportunidad áurea de establecer a su amado Maestro sobre el trono de Israel. En el calor de esta nueva ambición, les era difícil irse solos y dejar a Jesús en aquella orilla desolada. Protestaron contra tal disposición; pero Jesús les habló entonces con una autoridad que nunca había asumido para con ellos. Sabían que cualquier oposición ulterior de su parte sería inútil, y en silencio se volvieron hacia el mar.
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Jesús ordenó entonces a la multitud que se dispersase; y su actitud era tan decidida que nadie se atrevió a desobedecerle. Las palabras de alabanza y exaltación murieron en los labios de los concurrentes. En el mismo acto de adelantarse para tomarle, sus pasos se detuvieron y se desvanecieron las miradas alegres y anhelantes de sus rostros. En aquella muchedumbre había hombres de voluntad fuerte y firme determinación; pero el porte regio de Jesús y sus pocas y tranquilas palabras de orden apagaron el tumulto y frustraron sus designios. Reconocieron en él un poder superior a toda autoridad terrenal, y sin una pregunta se sometieron.
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Cuando fué dejado solo, Jesús “subió al monte apartado a orar.” Durante horas continuó intercediendo ante Dios. Oraba no por sí mismo sino por los hombres. Pidió poder para revelarles el carácter divino de su misión, para que Satanás no cegase su entendimiento y pervirtiese su juicio. El Salvador sabía que sus días de ministerio personal en la tierra estaban casi terminados y que pocos le recibirían como su Redentor. Con el alma trabajada y afligida, oró por sus discípulos. Ellos habían de ser intensamente probados. Las esperanzas que por mucho tiempo acariciaran, basadas en un engaño popular, habrían de frustrarse de la manera más dolorosa y humillante. En lugar de su exaltación al trono de David, habían de presenciar su crucifixión. Tal había de ser, por cierto, su verdadera coronación. Pero ellos no lo discernían, y en consecuencia les sobrevendrían fuertes tentaciones que les sería difícil reconocer como tales. Sin el Espíritu Santo para iluminar la mente y ampliar la comprensión, la fe de los discípulos faltaría. Le dolía a Jesús que el concepto que ellos tenían de su reino fuera tan limitado al engrandecimiento y los honores mundanales. Pesaba sobre su corazón la preocupación que sentía por ellos, y derramaba sus súplicas con amarga agonía y lágrimas.
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Los discípulos no habían abandonado inmediatamente la tierra, según Jesús les había indicado. Aguardaron un tiempo, esperando que él viniese con ellos. Pero al ver que las tinieblas los rodeaban prestamente, “entrando en un barco, venían de la otra parte de la mar hacia Capernaúm.” Habían dejado a Jesús descontentos en su corazón, más impacientes con él que nunca antes desde que le reconocieran como su Señor. Murmuraban porque no les había permitido proclamarle rey. Se culpaban por haber cedido con tanta facilidad a su orden. Razonaban que si hubiesen sido más persistentes, podrían haber logrado su propósito.
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La incredulidad estaba posesionándose de su mente y corazón. El amor a los honores los cegaba. Ellos sabían que Jesús era odiado de los fariseos y anhelaban verle exaltado como les parecía que debía serlo. El estar unidos con un Maestro que podía realizar grandes milagros, y, sin embargo, ser vilipendiados como engañadores era una prueba difícil de soportar. ¿Habían de ser tenidos siempre por discípulos de un falso profeta? ¿No habría nunca de asumir Cristo su autoridad como rey? ¿Por qué no se revelaba en su verdadero carácter el que poseía tal poder, y así hacía su senda menos dolorosa? ¿Por qué no había salvado a Juan el Bautista de una muerte violenta? Así razonaban los discípulos hasta que atrajeron sobre sí grandes tinieblas espirituales. Se preguntaban: ¿Podía ser Jesús un impostor, según aseveraban los fariseos?
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Ese día los discípulos habían presenciado las maravillosas obras de Cristo. Parecía que el cielo había bajado a la tierra. El recuerdo de aquel día precioso y glorioso debiera haberlos llenado de fe y esperanza. Si de la abundancia de su corazón hubiesen estado conversando respecto a estas cosas, no habrían entrado en tentación. Pero su desilusión absorbía sus pensamientos. Habían olvidado las palabras de Cristo: “Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada.” Aquellas habían sido horas de gran bendición para los discípulos, pero las habían olvidado. Estaban en medio de aguas agitadas. Sus pensamientos eran tumultuosos e irrazonables, y el Señor les dió entonces otra cosa para afligir sus almas y ocupar sus mentes. Dios hace con frecuencia esto cuando los hombres se crean cargas y dificultades. Los discípulos no necesitaban hacerse dificultades. El peligro se estaba acercando rápidamente.
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Una violenta tempestad estaba por sobrecogerles y ellos no estaban preparados para ella. Fué un contraste repentino, porque el día había sido perfecto; y cuando el huracán los alcanzó, sintieron miedo. Olvidaron su desafecto, su incredulidad, su impaciencia. Cada uno se puso a trabajar para impedir que el barco se hundiese. Por el mar, era corta la distancia que separaba a Betsaida del punto adonde esperaban encontrarse con Jesús, y en tiempo ordinario el viaje requería tan sólo unas horas, pero ahora eran alejados cada vez más del punto que buscaban. Hasta la cuarta vela de la noche lucharon con los remos. Entonces los hombres cansados se dieron por perdidos. En la tempestad y las tinieblas, el mar les había enseñado cuán desamparados estaban, y anhelaban la presencia de su Maestro.
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Jesús no los había olvidado. El que velaba en la orilla vió a aquellos hombres que llenos de temor luchaban con la tempestad. Ni por un momento perdió de vista a sus discípulos. Con la más profunda solicitud, sus ojos siguieron al barco agitado por la tormenta con su preciosa carga; porque estos hombres habían de ser la luz del mundo. Como una madre vigila con tierno amor a su hijo, el compasivo Maestro vigilaba a sus discípulos. Cuando sus corazones estuvieron subyugados, apagada su ambición profana y en humildad oraron pidiendo ayuda, les fué concedida.
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En el momento en que ellos se creyeron perdidos, un rayo de luz reveló una figura misteriosa que se acercaba a ellos sobre el agua. Pero no sabían que era Jesús. Tuvieron por enemigo al que venía en su ayuda. El terror se apoderó de ellos. Las manos que habían asido los remos con músculos de hierro, los soltaron. El barco se mecía al impulso de las olas, todos los ojos estaban fijos en esta visión de un hombre que andaba sobre las espumosas olas de un mar agitado. Ellos pensaban que era un fantasma que presagiaba su destrucción y gritaron atemorizados. Jesús siguió avanzando, como si quisiese pasar más allá de donde estaban ellos, pero le reconocieron, y clamaron a él pidiéndole ayuda. Su amado Maestro se volvió entonces, y su voz aquietó su temor: “Alentaos; yo soy, no temáis.”
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Tan pronto como pudieron creer el hecho prodigioso, Pedro se sintió casi fuera de sí de gozo. Como si apenas pudiese creer, exclamó: “Señor, si tú eres, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él dijo: Ven.”
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Mirando a Jesús, Pedro andaba con seguridad; pero cuando con satisfacción propia, miró hacia atrás, a sus compañeros que estaban en el barco, sus ojos se apartaron del Salvador. El viento era borrascoso. Las olas se elevaban a gran altura, directamente entre él y el Maestro; y Pedro sintió miedo. Durante un instante, Cristo quedó oculto de su vista, y su fe le abandonó. Empezó a hundirse. Pero mientras las ondas hablaban con la muerte, Pedro elevó sus ojos de las airadas aguas y fijándolos en Jesús, exclamó: “Señor, sálvame.” Inmediatamente Jesús asió la mano extendida, diciéndole: “Oh hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”
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Andando lado a lado, y teniendo Pedro su mano en la de su Maestro, entraron juntos en el barco. Pero Pedro estaba ahora subyugado y callado. No tenía motivos para alabarse más que sus compañeros, porque por la incredulidad y el ensalzamiento propio, casi había perdido la vida. Cuando apartó sus ojos de Jesús, perdió pie y se hundía en medio de las ondas.
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Cuando la dificultad nos sobreviene, con cuánta frecuencia somos como Pedro. Miramos las olas en vez de mantener nuestros ojos fijos en el Salvador. Nuestros pies resbalan, y las orgullosas aguas sumergen nuestras almas. Jesús no le había pedido a Pedro que fuera a él para perecer; él no nos invita a seguirle para luego abandonarnos. “No temas—dice,—porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pasares por las aguas, yo seré contigo; y por los ríos, no te anegarán. Cuando pasares por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo Jehová Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador.”1
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Jesús leía el carácter de sus discípulos. Sabía cuán intensamente había de ser probada su fe. En este incidente sobre el mar, deseaba revelar a Pedro su propia debilidad, para mostrarle que su seguridad estaba en depender constantemente del poder divino. En medio de las tormentas de la tentación, podía andar seguramente tan sólo si, desconfiando totalmente de sí mismo, fiaba en el Salvador. En el punto en que Pedro se creía fuerte, era donde era débil; y hasta que pudo discernir su debilidad no pudo darse cuenta de cuánto necesitaba depender de Cristo. Si él hubiese aprendido la lección que Jesús trataba de enseñarle en aquel incidente sobre el mar, no habría fracasado cuando le vino la gran prueba.
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Día tras día, Dios instruye a sus hijos. Por las circunstancias de la vida diaria, los está preparando para desempeñar su parte en aquel escenario más amplio que su providencia les ha designado. Es el resultado de la prueba diaria lo que determina su victoria o su derrota en la gran crisis de la vida.
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Los que dejan de sentir que dependen constantemente de Dios, serán vencidos por la tentación. Podemos suponer ahora que nuestros pies están seguros y que nunca seremos movidos. Podemos decir con confianza: Yo sé a quién he creído; nada quebrantará mi fe en Dios y su Palabra. Pero Satanás está proyectando aprovecharse de nuestras características heredadas y cultivadas, y cegar nuestros ojos acerca de nuestras propias necesidades y defectos. Únicamente comprendiendo nuestra propia debilidad y mirando fijamente a Jesús, podemos estar seguros.
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Apenas hubo tomado Jesús su lugar en el barco, cuando el viento cesó, “y luego el barco llegó a la tierra donde iban.” La noche de horror fué sucedida por la luz del alba. Los discípulos, y otros que estaban a bordo, se postraron a los pies de Jesús con corazones agradecidos, diciendo: “Verdaderamente eres Hijo de Dios.”
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El Deseado de Todas las Gentes
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