Conflicto y Valor

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Como el viento sopla, 13 de octubre

Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Juan 3:5. CV 292.1

Nicodemo estaba asombrado, tanto como indignado, ante estas palabras. Se consideraba no sólo intelectual, sino hombre pío y religioso... No podía armonizar esta doctrina de la conversión con su concepto de lo que constituía la religión. No podía encontrar una explicación satisfactoria de la ciencia de la conversión; pero, mediante un ejemplo, Jesús le mostró que ésta no podía explicarse por ninguno de sus métodos precisos. Jesús le señaló el hecho de que no podía ver el viento, y sin embargo podía discernir su acción. Quizá nunca podría explicar el proceso de la conversión, pero podía discernir su efecto. El oía el sonido del viento, que sopla de donde quiere, y podía ver el resultado de su acción. No estaba a la vista el agente operador... Ningún razonamiento humano del hombre más docto puede definir las operaciones del Espíritu Santo sobre la mente y el carácter de los hombres. Sin embargo, pueden verse los efectos en la vida y en las acciones... CV 292.2

[Nicodemo] no anhelaba recibir la verdad, porque no podía comprender todo lo relacionado con la operación del poder de Dios. Sin embargo, aceptaba los hechos de la naturaleza, aunque no podía explicarlos o siquiera comprenderlos. Como otros hombres de todas las épocas, consideraba que las formas y ceremonias precisas eran más esenciales para la religión que la obra interior del Espíritu de Dios.—The Review and Herald, 5 de mayo de 1896. CV 292.3

Podemos lisonjearnos como Nicodemo de que nuestra vida ha sido muy buena, de que nuestro carácter es perfecto, y pensar que no necesitamos humillar nuestro corazón delante de Dios como el pecador común, pero cuando la luz de Cristo resplandece en nuestras almas, vemos cuán impuros somos; discernimos el egoísmo de nuestros motivos y la enemistad contra Dios que han manchado todos los actos de nuestra vida. Entonces conocemos que nuestra propia justicia es en verdad como andrajos inmundos y que solamente la sangre de Cristo puede limpiarnos de las manchas del pecado y renovar nuestro corazón a su semejanza. El Camino a Cristo, 27.* CV 292.4