Hijas de Dios

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La mujer cananea

Este capítulo está basado en Mateo 15.

“Y he aquí una mujer cananea que había salido de aquella región clamaba, diciéndole: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio””. Vers. 22. Los habitantes de esta región pertenecían a la antigua raza cananea. Eran idólatras, despreciados y odiados por los judíos. A esta clase pertenecía la mujer que ahora había venido a Jesús. Era pagana, y por lo tanto estaba excluida de las ventajas que los judíos disfrutaban diariamente. Había muchos judíos que vivían entre los fenicios, y las noticias de la obra de Cristo habían penetrado hasta esa región. Algunos de los habitantes habían escuchado sus palabras, y habían presenciado sus obras maravillosas. Esta mujer había oído hablar del profeta, quien, según se decía, sanaba toda clase de enfermedades. Al oír hablar de su poder, la esperanza había nacido en su corazón. Inspirada por su amor maternal, resolvió presentarle el caso de su hija. Había resuelto llevar su aflicción a Jesús. Él debía sanar a su hija. Ella había buscado ayuda en los dioses paganos, pero no la había obtenido. Y a veces se sentía tentada a pensar: ¿Qué puede hacer por mí este maestro judío? Pero había llegado esta nueva: Sana toda clase de enfermedades, sean pobres o ricos los que a él acuden por auxilio. Y decidió no perder su única esperanza. HD 60.2

Cristo conocía la situación de esta mujer. Él sabía que ella anhelaba verlo, y se colocó en su camino. Ayudándola en su aflicción, él podía dar una representación viva de la lección que quería enseñar [...]. El pueblo al cual había sido dada toda oportunidad de comprender la verdad no conocía las necesidades de aquellos que lo rodeaban. No hacía ningún esfuerzo para ayudar a las almas que estaban en tinieblas. El muro de separación que el orgullo judío había erigido impedía hasta a los discípulos sentir compasión del mundo pagano. Pero las barreras debían ser derribadas. HD 61.1

Cristo no respondió inmediatamente a la petición de la mujer [...]. Pero aunque Jesús no respondió, la mujer no perdió su fe. Mientras él obraba como si no la hubiese oído, ella lo siguió y continuó suplicándole [...]. La mujer presentaba su caso con instancia y creciente fervor, postrándose a los pies de Cristo y clamando: “¡Señor, socórreme!” [...]. HD 61.2

El Salvador está satisfecho. Ha probado su fe en él. Por su trato con ella, ha demostrado que aquella que Israel había considerado como paria, no es ya extranjera sino hija en la familia de Dios. Y como hija, es su privilegio participar de los dones del Padre. Cristo le concede ahora lo que le pedía, y concluye la lección para los discípulos. Volviéndose hacia ella con una mirada de compasión y amor, dice: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres”. Vers. 28. Desde aquella hora su hija quedó sana. El demonio no la atormentó más. La mujer se fue, reconociendo a su Salvador y feliz por haber obtenido lo que había pedido.—El Deseado de Todas las Gentes, 365-368 (1898). HD 61.3