Historia de los Patriarcas y Profetas

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Capítulo 34—Los doce espías

Este capítulo está basado en Números 13 y 14.

Once días después de abandonar Horeb, la hueste hebrea acampó en Cades, en el desierto de Parán, cerca de las fronteras de la tierra prometida. Allí el pueblo propuso que se enviaran espías a reconocer el país. Moisés presentó el asunto al Señor, y le fue concedido el permiso con la indicación de elegir para este fin a uno de los jefes de cada tribu. Los hombres fueron elegidos según lo ordenado, y Moisés los mandó a ver el país, cómo era y cuáles eran su situación y ventajas naturales, qué pueblos moraban allí, si eran fuertes o débiles, muchos o pocos, y asimismo que observaran la clase de tierra y su productividad, y que trajeran frutos de ella. PP 359.1

Fueron pues y, entrando por la frontera meridional, fueron hacia el extremo septentrional, y reconocieron toda la tierra. Regresaron después de una ausencia de cuarenta días. El pueblo abrigaba grandes esperanzas, y aguardaba en anhelosa expectación. Las noticias del regreso de los espías cundieron de una tribu a otra y fueron recibidas con exclamaciones de regocijo. El pueblo salió apresuradamente al encuentro de los mensajeros, que habían regresado sanos y salvos a pesar de los peligros de su arriesgada empresa. Los espías habían traído muestras de frutos que revelaban la fertilidad de la tierra. Era la estación de las uvas, y traían un racimo tan grande que lo transportaron entre dos. También trajeron muestras de los higos y las granadas que se cosechaban allí en abundancia. PP 359.2

El pueblo se llenó de júbilo ante la posibilidad de entrar en posesión de una tierra tan buena, y escuchó atentamente los informes presentados a Moisés para que no se le escapara una sola palabra. “Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste -dijeron los espías-, la que ciertamente fluye leche y miel; estos son sus frutos”. Números 13:17-33. El pueblo se llenó de entusiasmo; ansiaba obedecer la voz del Señor e ir inmediatamente a tomar posesión de la tierra. Pero después de describir la hermosura y la fertilidad de la tierra, todos los espías, menos dos de ellos, explicaron ampliamente las dificultades y los peligros que arrostraría Israel si emprendía la conquista de Canaán. Enumeraron las naciones poderosas que había en las distintas partes del país, y dijeron que las ciudades eran muy grandes y amuralladas, que el pueblo que vivía allí era fuerte, y que sería imposible vencerlo. También manifestaron que habían visto gigantes, los hijos de Anac, en aquella región; y que era inútil pensar en apoderarse de la tierra. PP 360.1

Entonces la escena cambió. Mientras los espías expresaban los sentimientos de sus corazones incrédulos y llenos de un desaliento causado por Satanás, la esperanza y el ánimo se fueron trocando en cobarde desesperación. La incredulidad arrojó una sombra lóbrega sobre el pueblo, y este se olvidó de la omnipotencia de Dios, tan a menudo manifestada en favor de la nación escogida. El pueblo no se detuvo a reflexionar ni razonó que Aquel que lo había llevado hasta allí le daría ciertamente la tierra; no recordó como milagrosamente Dios lo había librado de sus opresores, abriéndole paso a través de la mar y destruyendo las huestes del faraón que lo perseguían. Hizo caso omiso de Dios, y actuó como si dependiera únicamente del poder de las armas. PP 360.2

En su incredulidad, los israelitas limitaron el poder de Dios, y desconfiaron de la mano que hasta entonces los había dirigido felizmente. Volvieron a cometer el error de murmurar contra Moisés y Aarón. “Este es pues el fin de todas nuestras esperanzas -dijeron-. Esta es la tierra por cuya posesión hicimos el largo viaje desde Egipto”. Acusaron a sus jefes de engañar al pueblo y de atraer tribulación sobre Israel. PP 360.3

El pueblo estaba desilusionado y desesperado. Se elevó un llanto de angustia que se entremezcló con el confuso murmullo de las voces. Caleb comprendió la situación, y lleno de audacia para defender la palabra de Dios, hizo cuanto pudo para contrarrestar la influencia maléfica de sus infieles compañeros. Calló el pueblo un momento para escuchar sus palabras de aliento y esperanza con respecto a la buena tierra. No contradijo lo que ya se había dicho; las murallas eran altas, y los cananeos eran fuertes. Pero Dios había prometido la tierra a Israel. “Subamos luego, y tomemos posesión de ella -insistió Caleb-; porque más podremos nosotros que ellos”. PP 361.1

Pero los diez, interrumpiéndolo, pintaron los obstáculos con colores aun más sombríos que antes. “No podemos subir contra aquel pueblo -dijeron-; porque es más fuerte que nosotros”. “Todo el pueblo que vimos en medio de ella es gente de gran estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes. Nosotros éramos, a nuestro parecer, como langostas, y así les parecíamos a ellos”. PP 361.2

Estos hombres, habiéndose iniciado en una conducta errónea, se opusieron tercamente a Caleb y Josué, así como a Moisés y a Dios mismo. Cada paso que daban hacia adelante los volvía más obstinados. Estaban decididos a desalentar todos los esfuerzos tendientes a obtener la posesión de Canaán. Tergiversaron la verdad para apoyar su funesta influencia. “La tierra que recorrimos y exploramos es tierra que traga a sus habitantes”, manifestaron. No solo era este un mal informe, sino que era una mentira y una inconsecuencia. Los espías habían declarado la tierra fructífera y próspera, todo lo cual habría sido imposible si el clima fuera tan malsano que se pudiera decir de la tierra que se tragaba “a sus habitantes”. Pero cuando los hombres entregan su corazón a la incredulidad, se colocan bajo el dominio de Satanás, y nadie puede decir hasta dónde los llevará. PP 361.3

“Entonces toda la congregación gritó y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche”. A esto siguió pronto la rebelión abierta y el amotinamiento; porque Satanás ejercía absoluto dominio, y el pueblo parecía estar privado de razón. Maldijeron a Moisés y a Aarón, olvidando que Dios oía sus inicuos discursos, y que, envuelto en la columna de nube, el Ángel de su presencia era testigo de su terrible explosión de ira. Con amargura clamaron: “¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto! ¡Ojalá muriéramos en este desierto!” Luego sus sentimientos se exacerbaron contra Dios: “¿Por qué nos trae Jehová a esta tierra para morir a espada, y para que nuestras mujeres y nuestros niños se conviertan en botín de guerra? ¿No nos sería mejor regresar a Egipto? Y se decían unos a otros: “Designemos un capitán y volvamos a Egipto””. En esa forma no solo acusaron a Moisés, sino también a Dios mismo, de haberlos engañado, al prometerles una tierra que ellos no podían poseer. Y llegaron hasta el punto de nombrar un capitán que los llevara de vuelta a la tierra de su sufrimiento y esclavitud, de la cual habían sido liberados por el brazo poderoso del Omnipotente. PP 361.4

En humillación y angustia, “Moisés y Aarón se postraron sobre sus rostros delante de toda la multitud de la congregación de los hijos de Israel”, sin saber qué hacer para desviarlos de su apasionado e impetuoso propósito. Caleb y Josué trataron de apaciguar a la multitud tumultuosa. Rasgando sus vestiduras en señal de dolor e indignación, se precipitaron entre la gente y sus voces enérgicas se oyeron por sobre la tempestad de lamentaciones y rebelde pesar: “La tierra que recorrimos y exploramos es tierra muy buena. Si Jehová se agrada de nosotros, él nos llevará a esta tierra y nos la entregará; es una tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová ni temáis al pueblo de esta tierra, pues vosotros los comeréis como pan. Su amparo se ha apartado de ellos y Jehová está con nosotros: no los temáis”. PP 362.1

Los cananeos habían colmado la medida de su iniquidad, y el Señor ya no podía tolerarlos. Ahora que se les había retirado su protección, iban a resultar una presa fácil. El pacto de Dios había prometido la tierra a Israel. Pero el falso informe de los espías infieles fue aceptado, y todo el pueblo fue engañado por él. Los traidores habían realizado su obra. Aun cuando únicamente dos hombres hubieran dado malas noticias y los otros diez lo hubiesen animado a poseer la tierra en el nombre del Señor, el pueblo, por su perversa incredulidad, habría seguido el consejo de los dos en preferencia al de los diez. Pero eran solo dos los que abogaban por lo justo, mientras que diez estaban de parte de la rebelión. PP 362.2

A grandes voces los espías infieles denunciaban a Caleb y a Josué, y se elevó un clamor para pedir que se los apedreara. El populacho enloquecido tomó piedras para matar a aquellos hombres fieles, se precipitó hacia delante gritando frenéticamente, cuando de repente las piedras se le cayeron de las manos, y temblando de miedo enmudeció. Dios había intervenido para impedir su propósito homicida. La gloria de su presencia, como una luz fulgurante, iluminó el tabernáculo. Todo el pueblo presenció la manifestación del Señor. Uno más poderoso que ellos se había revelado, y ninguno se atrevió continuar la resistencia. Los espías que trajeron el informe perverso, se arrastraron aterrorizados, y con respiración entrecortada, en busca de sus tiendas. PP 362.3

Moisés se levantó entonces y entró en el tabernáculo. El Señor le declaró acerca del pueblo: “Yo los heriré de mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos”. Pero nuevamente Moisés intercedió por su pueblo. No podía consentir en que fuera destruido, y que él, en cambio, se convirtiera en una nación más poderosa. Apelando a la misericordia de Dios, dijo: “Ahora, pues, yo te ruego que sea magnificado el poder del Señor, como lo prometiste al decir: “Jehová es tardo para la ira y grande en misericordia, perdona la maldad y la rebelión” [...]. Perdona ahora la maldad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí”. PP 363.1

El Señor prometió no destruir inmediatamente a los israelitas; pero por la incredulidad y cobardía de ellos, no podía manifestar su poder para subyugar a sus enemigos. Por consiguiente, en su misericordia, les ordenó que como única conducta segura, regresaran al Mar Rojo. PP 363.2

En su rebelión el pueblo había exclamado: “¡Ojalá muriéramos en este desierto!” Ahora se les concedería lo pedido. El Señor declaró: “Vivo yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos, todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años para arriba, los cuales han murmurado contra mí. [...] Pero a vuestros niños, de los cuales dijisteis que se convertirían en botín de guerra, yo los introduciré, y ellos conocerán la tierra que vosotros despreciasteis”. Y con respecto a Caleb dijo: “Pero a mi siervo Caleb, por cuanto lo ha animado otro espíritu y decidió ir detrás de mí, yo lo haré entrar en la tierra donde estuvo, y su descendencia la tendrá en posesión”. Así como los espías habían estado cuarenta días de viaje, las huestes de Israel iban a peregrinar en el desierto durante cuarenta años. PP 363.3

Cuando Moisés comunicó la decisión divina al pueblo, la ira de este se convirtió en luto. Todos sabían que el castigo era justo. Los diez espías infieles, heridos divinamente por la plaga, perecieron a la vista de todo Israel; y en la suerte de ellos el pueblo leyó su propia condenación. PP 363.4

Los israelitas parecieron arrepentirse entonces sinceramente de su conducta pecaminosa; pero se entristecían por el resultado de su mal camino y no porque reconocieran su ingratitud y desobediencia. Cuando vieron que el Señor era inflexible en su decreto, volvió a despertarse su terca voluntad, y declararon que no volverían al desierto. Al ordenarles que se retiraran de la tierra de sus enemigos, Dios probó la sumisión aparente de ellos, y vio que no era verdadera. Sabían que habían pecado gravemente al permitir que los dominaran sentimientos temerarios, y al querer dar muerte a los espías que los habían motivado a obedecer a Dios; pero solo sintieron temor al darse cuenta de que habían cometido un error fatal, cuyas consecuencias iban a ser desastrosas. No habían cambiado en su corazón y solo necesitaban una excusa para rebelarse otra vez. Esta excusa se les presentó cuando Moisés les ordenó por autoridad divina que regresaran al desierto. PP 364.1

El decreto de que Israel no entraría en la tierra de Canaán por cuarenta años fue una amarga desilusión para Moisés, Aarón, Caleb y Josué; pero aceptaron sin murmurar la decisión divina. Por el contrario, los que habían estado quejándose de cómo Dios los trataba y declarando que querían volver a Egipto, lloraron y se lamentaron grandemente cuando les fueron quitadas las bendiciones que habían menospreciado. Se habían quejado por nada, y ahora Dios les daba verdaderos motivos para llorar. Si se hubieran lamentado por su pecado cuando les fue presentado fielmente, no se habría pronunciado esta sentencia; pero se afligían por el castigo; su dolor no era arrepentimiento, y por lo tanto, no podía obtener la revocación de su sentencia. PP 364.2

Pasaron toda la noche lamentándose; pero por la mañana, renació en ellos la esperanza. Decidieron redimir su cobardía. Cuando Dios les había mandado que siguieran hacia adelante y tomaran posesión de la tierra, habían rehusado hacerlo; ahora, cuando Dios les ordenaba que se retiraran, se negaron igualmente a obedecer sus órdenes. Decidieron apoderarse de la tierra; pudiera ser que Dios aceptara su obra, y cambiara su propósito hacia ellos. PP 364.3

Dios les había dado el privilegio y el, deber de entrar en la tierra en el tiempo que les indicaría; pero debido a su negligencia voluntaria, se les había retirado ese permiso. Satanás había logrado su objeto de impedirles la entrada a Canaán; y ahora los incitaba a que, contrariando la prohibición divina, hicieran precisamente aquello que habían rehusado hacer cuando Dios se lo había mandado. De esa forma, el gran engañador logró la victoria al incitarlos por segunda vez a la rebelión. Habían desconfiado de que el poder de Dios acompañara sus esfuerzos por obtener la posesión de Canaán; pero ahora confiaron excesivamente en sus propias fuerzas y quisieron realizar la obra sin la ayuda divina. “Hemos pecado contra Jehová -gritaron-. Nosotros subiremos y pelearemos, conforme a todo lo que Jehová, nuestro Dios, nos ha mandado”. Deuteronomio 1:41. ¡Cuán terriblemente enceguecidos los había dejado su transgresión! Jamás les había mandado el Señor aque subieran y pelearan. No quería él que obtuvieran posesión de la tierra por la guerra, sino mediante la obediencia estricta a sus mandamientos. PP 364.4

Aunque sin sufrir el menor cambio de corazón, el pueblo había confesado cuán inicua y estúpida había sido su rebelión al oír el relato de los espías. Ahora veían el valor de la bendición que tan impetuosamente habían desechado. Confesaron que su propia incredulidad era la que les había vedado la entrada a Canaán. “Hemos pecado contra Jehová”, dijeron, y reconocieron que la culpa era de ellos, y no de Dios, a quien tan inicuamente habían acusado de no cumplir las promesas que les hiciera. A pesar de que su confesión no provenía de un arrepentimiento verdadero, sirvió para vindicar la justicia con que Dios los había tratado. PP 365.1

Aun hoy el Señor obra en forma similar para glorificar su nombre e inducir a los hombres a reconocer su justicia. Cuando los que profesan amarlo se quejan de su providencia, menosprecian sus promesas, y, cediendo a la tentación, se unen a los ángeles malos para hacer fracasar los propósitos de Dios, con frecuencia el Señor predomina sobre las circunstancias de tal manera que trae a estas personas al punto donde, aunque no se hayan arrepentido de corazón, se convencerán de que son pecadoras y se verán obligadas a reconocer la maldad de su camino, y la justicia y la bondad con que las trató Dios. De esta forma Dios crea los medios para contrarrestar y hacer manifiestas las obras de las tinieblas. Y a pesar de que el espíritu que incitó a aquellas personas a seguir su impía conducta no ha cambiado radicalmente, ellas hacen confesiones que vindican el honor de Dios, y justifican a aquellos que las reprendieron fielmente y a quienes resistieron y calumniaron. Así será cuando por fin se derrame la ira de Dios, cuando el Señor venga “vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente”. Judas 14, 15. Todo pecador se verá compelido a ver y reconocer la justicia de su condenación. PP 365.2

Despreciando la sentencia divina, los israelitas se prepararon para emprender la conquista de Canaán. Equipados con armaduras y armas de guerra, se creían plenamente apercibidos para el conflicto; pero a la vista de Dios y de sus siervos entristecidos, adolecían de una triste deficiencia. Cuando casi cuarenta años más tarde, el Señor les ordenó a los israelitas que subieran y tomaran Jericó, prometió acompañarlos. El arca que contenía su ley era llevada delante de sus ejércitos. Los jefes que él designó orientaron sus movimientos bajo la dirección divina. Con tal dirección ningún daño podía sucederles, pero ahora, contrariando el mandamiento de Dios y la solemne prohibición de sus jefes, sin el arca y sin Moisés, salieron al encuentro de los ejércitos enemigos. PP 366.1

La trompeta dio un toque de alarma, y Moisés se apresuró en pos de ellos con la advertencia: “¿Por qué quebrantáis el mandamiento de Jehová? Esto tampoco os saldrá bien. No subáis, pues Jehová no está en medio de vosotros: no seáis heridos delante de vuestros enemigos. Porque el amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros, y caeréis bajo su espada”. PP 366.2

Los cananeos habían oído hablar del poder misterioso que protegía a ese pueblo, y de las maravillas realizadas en su favor; y reunieron un ejército poderoso para rechazar a los invasores. El ejército atacante no tenía jefe. Ninguna oración se elevó para pedir a Dios que le diera la victoria. Emprendió la marcha con el propósito desesperado de revocar su suerte o morir en la batalla. Aunque no tenía preparación guerrera alguna, constituía una multitud inmensa de hombres armados, que esperaban aplastar toda oposición mediante un feroz y repentino asalto. Presuntuosamente desafiaron al enemigo que no había osado atacarlos. PP 366.3

Los cananeos se habían establecido en una meseta rocallosa a la cual solo se podía llegar por pasos difíciles de transitar y un ascenso escarpado y peligroso. El número inmenso de los hebreos solo podía servir para hacer más terrible su derrota. Lentamente fueron cubriendo los senderos del monte, expuestos a las mortíferas armas arrojadizas del enemigo que estaba arriba. Lanzaban rocas macizas que bajaban con retumbante fragor y marcando su trayectoria con la sangre de los hombres destrozados. Los que lograron llegar a la cumbre, agotados con el ascenso, fueron ferozmente rechazados y obligados a retroceder con grandes pérdidas. Por el campo de la matanza quedaron esparcidos los cadáveres. El ejército de Israel fue derrotado totalmente. La destrucción y la muerte fueron las consecuencias de aquel experimento de los rebeldes. PP 366.4

Obligados por fin a retirarse en derrota, los sobrevivientes volvieron y lloraron “delante de Jehová; pero Jehová no escuchó” su voz. Deuteronomio 1:45. En virtud de su gran victoria, los enemigos de Israel, que antes habían aguardado con temblor la aproximación de aquella poderosa hueste, se envalentonaron con confianza para resistirlos. Ahora consideraron falsos todos los informes que habían oído respecto a las cosas maravillosas que Dios había hecho en favor de su pueblo, y creyeron que no había motivo para temer. Esa primera derrota de Israel aumentó grandemente las dificultades de la conquista, por cuanto inspiró valor y resolución a los cananeos. No les quedaba a los israelitas otro recurso que retirarse de delante de sus enemigos victoriosos, al desierto, sabiendo que allí había de hallar su tumba toda una generación. PP 367.1