Joyas de los Testimonios 1

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La maldición del egoísmo

En vuestra gran ciudad se necesitan misioneros para Dios, que lleven la luz a los que moran en sombra de muerte. Se necesitan manos expertas para que, con la mansedumbre de la sabiduría y la fuerza de la fe, eleven a las almas cansadas al seno de un Redentor compasivo. ¡Qué maldición es el egoísmo! Nos impide dedicarnos al servicio de Dios. Nos impide percibir las exigencias del deber, que debieran hacer arder nuestros corazones con celo ferviente. Todas nuestras energías tendrían que dedicarse a la obediencia de Cristo. Dividir nuestro interés con los caudillos del error es ayudar al bando del mal y conceder ventajas a nuestros enemigos. La verdad de Dios no transige con el pecado, no se relaciona con el artificio ni se une con la transgresión. Se necesitan soldados que siempre contesten al llamado y estén listos para entrar en acción inmediatamente y no aquellos que, cuando se los necesita, se encuentran ayudando al enemigo. 1JT 470.2

La nuestra es una gran obra. Sin embargo, son muchos los que profesan creer estas verdades sagradas, pero están paralizados por los sofismas de Satanás, y no hacen nada por la causa de Dios, sino al contrario, la estorban. ¿Cuándo obrarán como quienes esperan al Señor? ¿Cuándo manifestarán un celo que esté de acuerdo con su fe? Muchos retienen egoístamente sus recursos y tranquilizan su conciencia con la idea de hacer algo grande para la causa de Dios después de su muerte. Hacen un testamento por el cual legan una gran suma a la iglesia y a sus diversos intereses, y luego se acomodan, con el sentimiento de que han hecho todo lo que se requería de ellos. ¿En qué se han negado a sí mismos por este acto? Por el contrario, han manifestado la misma esencia del egoísmo. Cuando ya no puedan usar el dinero, se lo darán a Dios. Pero lo retendrán durante tanto tiempo como puedan, hasta que los obligue a abandonarlo un mensajero a quien no se puede despedir. 1JT 471.1

Un testamento tal es frecuentemente evidencia de verdadera avaricia. Dios nos ha hecho a todos administradores suyos, y en ningún caso nos ha autorizado para descuidar nuestro deber o dejarlo a fin de que otros lo hagan. El pedido de recursos para fomentar la causa de la verdad no será nunca más urgente que ahora. Nuestro dinero no hará nunca mayor suma de bien que actualmente. Cada día de demora en invertirlo debidamente limita el período en que resultará benéfico para la salvación de las almas. Si dejamos que otros efectúen aquello que Dios nos ha asignado a nosotros, nos perjudicamos a nosotros mismos y a Aquel que nos dió todo lo que tenemos. ¿Cómo pueden los demás hacer nuestra obra de benevolencia mejor que nosotros? Dios quiere que cada uno sea durante su vida el ejecutor de su propio testamento en este asunto. La adversidad, los accidentes o la intriga pueden suprimir para siempre los propuestos actos de benevolencia, cuando el que acumuló una fortuna ya no está más para custodiarla. Es triste que tantos estén descuidando la actual áurea oportunidad de hacer bien y aguarden hasta perder su mayordomía antes de devolver al Señor los recursos que les prestó para que los empleasen para su gloria. 1JT 471.2