Consejos sobre La Obra Médico-Misionera

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5. Jesús, El Médico De Los Médicos

1. Nuestro ejemplo. Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo como siervo, para suplir incansablemente la necesidad del hombre. “Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias” (Mat. 8:17), para atender a todo menester humano. Vino para quitar la carga de enfermedad, miseria y pecado. Era su misión ofrecer a los hombres completa restauración; vino para darles salud, paz y perfección de carácter. CMM 49.1

Variadas eran las circunstancias y las necesidades de los que supli-caban su ayuda, y ninguno de los que a él acudían quedaba sin socorro. De él fluía un caudal de poder curativo que sanaba de cuerpo, espíritu y alma a los hombres. CMM 49.2

La obra del Salvador no se limitaba a tiempo ni lugar determinado. Su compasión no conocía límites. En tan grande escala realizaba su obra de curación y de enseñanza que no había en Palestina edificio bastante grande para dar cabida a las muchedumbres que a él acudían. Su hospital se encontraba en los verdes collados de Galilea, en los caminos reales, junto a la ribera del lago, en las sinagogas y dondequiera podían llevarle enfermos. En toda ciudad, villa y aldea por donde pasaba, ponía las manos sobre los pacientes y los sanaba. Dondequiera hubiese corazones dispuestos a recibir su mensaje, los consolaba con la seguridad de que su Padre celestial los amaba. Todo el día servía a los que acudían a él; y al anochecer atendía a los que habían tenido que trabajar penosamente durante el día para ganar el escaso sustento de sus familias. CMM 49.3

Jesús cargaba con el tremendo peso de la responsabilidad de la sal-vación de los hombres. Sabía que sin un cambio decisivo en los prin-cipios y los propósitos de la raza humana todo se perdería. Esto acon-gojaba su alma, y nadie podía darse cuenta del peso que lo abrumaba. En su niñez, su juventud y su edad viril, anduvo solo. No obstante, estar con él era estar en el cielo. Día tras día sufría pruebas y tentaciones; día tras día estaba en contacto con el mal y notaba el poder que este ejercía en aquellos a quienes él procuraba bendecir y salvar. Pero, con todo, no flaqueó ni se desalentó. CMM 50.1

En todas las cosas, sujetaba sus deseos estrictamente a su misión. Glorificaba su vida subordinándola en todo a la voluntad de su Padre. Cuando, en su juventud, su madre, al encontrarlo en la escuela de los rabinos, le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho así?” respondió, dando la nota fundamental de la obra de su vida: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Luc. 2:48, 49). CMM 50.2

Su vida era una continua abnegación. No tuvo hogar en este mundo, a no ser cuando la bondad de sus amigos proveía a sus necesidades de sencillo caminante. Llevó, en favor de nosotros, la vida de los más pobres; anduvo y trabajó entre los menesterosos y dolientes. Entraba y salía entre aquellos por quienes tanto hiciera sin que lo reconocieran ni lo honraran. CMM 50.3

Siempre se lo veía paciente y alegre, y los afligidos lo aclamaban como mensajero de vida y paz. Veía las necesidades de hombres y mu-jeres, de niños y jóvenes, y a todos invitaba diciéndoles: “Venid a mí” (Mat. 11:28). CMM 50.4

En el curso de su ministerio, Jesús dedicó más tiempo a la curación de los enfermos que a la predicación. Sus milagros atestiguaban la ver-dad de lo que dijera, a saber que no había venido a destruir, sino a sal-var. Dondequiera que iba, las nuevas de su misericordia lo precedían. Donde había pasado se alegraban en plena salud los que habían sido objeto de su compasión y usaban sus recuperadas facultades. Muche-dumbres los rodeaban para oírlos hablar de las obras que había hecho el Señor. Su voz era para muchos el primer sonido que oyeran, su nombre la primera palabra que jamás pronunciaran, su semblante el primero que jamás contemplaran. ¿Cómo no habrían de amar a Jesús y darle gloria? Cuando pasaba por pueblos y ciudades, era como corriente vital que derramara vida y gozo por todas partes [...] CMM 50.5

El Salvador aprovechaba cada curación que hacía para sentar prin-cipios divinos en la mente y en el alma. Tal era el objeto de su obra. Prodigaba bendiciones terrenales para inclinar los corazones de los hombres a recibir el evangelio de su gracia. CMM 51.1

Cristo hubiera podido ocupar el más alto puesto entre los maestros de la nación judaica; pero prefirió llevar el evangelio a los pobres. Iba de lugar en lugar, para que los que se encontraban en los caminos reales y en los atajos oyeran las palabras de verdad. A orillas del mar, en las laderas de los montes, en las calles de la ciudad, en la sinagoga, se oía su voz explicando las Sagradas Escrituras. Muchas veces enseñaba en el atrio exterior del Templo, para que los gentiles oyeran sus palabras (El ministerio de curación, pp. 11-13). CMM 51.2

2. El ministerio de Jesús. En la vivienda del pescador en Caper-naum, la suegra de Pedro yacía enferma de “gran fiebre; y le rogaron por ella”. Jesús la tomó de la mano y “le dejó la fiebre” (Luc. 4:38, 39; Mar. 1:30). Entonces ella se levantó, y sirvió al Salvador y a sus discípulos. CMM 51.3

Con rapidez cundió la noticia. Jesús hizo este milagro en sábado, y por temor a los rabinos el pueblo no se atrevió a acudir en busca de curación hasta después de puesto el sol. Entonces, de sus casas, talleres y mercados, los vecinos de la población se dirigieron presurosos a la humilde morada que albergaba a Jesús. Los enfermos eran traídos en camillas, otros venían apoyándose en bordones, o sostenidos por brazos amigos llegaban tambaleantes a la presencia del Salvador. CMM 51.4

Hora tras hora venían y se iban, pues nadie sabía si el día siguiente hallaría aún entre ellos al divino Médico. Nunca hasta entonces había presenciado Capernaum día semejante. Por todo el ambiente repercu-tían las voces de triunfo y de liberación. CMM 51.5

No cesó Jesús su obra hasta que hubo aliviado al último enfermo. Muy entrada era la noche cuando la muchedumbre se alejó, y la morada de Simón quedó sumida en el silencio. Pasado tan largo y laborioso día, Jesús procuró descansar; pero, mientras la ciudad dormía, el Salvador, “levantándose muy de mañana[...] salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Mar. 1:35) (Ibíd., p. 19). CMM 51.6

3. La curación del alma. Muchos de los que acudían a Cristo en busca de ayuda habían atraído la enfermedad sobre sí, y sin embargo él no rehusaba sanarlos. Y cuando estas almas recibían la virtud de Cristo, reconocían su pecado, y muchos se curaban de su enfermedad espiritual al par que de sus males físicos. CMM 52.1

Entre tales personas se hallaba el paralítico de Capernaum. Como el leproso, este paralítico había perdido toda esperanza de restableci-miento. Su dolencia era resultado de una vida pecaminosa, y el remor-dimiento amargaba su padecer. En vano había acudido a los fariseos y a los médicos en busca de alivio; lo habían declarado incurable y, condenándolo por pecador, habían afirmado que moriría bajo la ira de Dios. CMM 52.2

El paralítico había caído en la desesperación. Pero después oyó ha-blar de las obras de Jesús. Otros, tan pecadores y desamparados como él, habían sido curados, y él se sintió alentado a creer que también po-dría ser curado si conseguía que lo llevaran al Salvador. Decayó su es-peranza al recordar la causa de su enfermedad, y sin embargo no podía renunciar a la posibilidad de sanar. CMM 52.3

Obtener alivio de su carga de pecado era su gran deseo. Anhelaba ver a Jesús, y recibir de él la seguridad del perdón y la paz con el Cielo. Después estaría contento de vivir o morir, según la voluntad de Dios. CMM 52.4

No había tiempo que perder, pues ya su carne demacrada presen-taba síntomas de muerte. Conjuró a sus amigos a que lo llevaran en su cama a Jesús, cosa que ellos se dispusieron a hacer de buen grado. Pero era tanta la muchedumbre que se había juntado dentro y fuera de la casa en la cual se hallaba el Salvador que era imposible para el enfermo y sus amigos llegar hasta él, o ponerse siquiera al alcance de su voz. Jesús estaba enseñando en la casa de Pedro. Según su costumbre, los discípulos estaban junto a él, y “estaban sentados los fariseos y doctores de la ley, los cuales habían venido de todas las aldeas de Galilea, y de Judea yjerusalén” (Luc. 5:17). CMM 52.5

Muchos habían venido como espías, buscando motivos para acusar a Jesús. Más allá se apiñaba la promiscua multitud de los interesados, los curiosos, los respetuosos y los incrédulos. Estaban representadas varias nacionalidades y todas las clases de la sociedad. “Y el poder del Señor estaba con él para sanar” (vers. 17.) El Espíritu de vida se cernía sobre la asamblea, pero ni los fariseos ni los doctores discernían su presencia. No sentían necesidad alguna, y la curación no era para ellos. “A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” (Luc. 1:53). CMM 52.6

Una y otra vez los que llevaban al paralítico procuraron abrirse paso por entre la muchedumbre, pero en vano. El enfermo miraba en torno de él con angustia indecible. ¿Cómo podía abandonar toda esperanza, cuando el tan anhelado auxilio estaba ya tan cerca? Por indicación suya, sus amigos lo subieron al tejado de la casa y, haciendo un boquete en él, lo bajaron hasta los pies de Jesús. CMM 53.1

El discurso quedó interrumpido. El Salvador miró el rostro entriste-cido del enfermo, y vio sus ojos implorantes fijos en él. Bien conocía el deseo de aquella alma agobiada. Era Cristo el que había llevado la con-vicción a la conciencia del enfermo, cuando estaba aún en casa. Cuando se arrepintió de sus pecados y creyó en el poder de Jesús para sanarlo, la misericordia del Salvador bendijo su corazón. Jesús había visto el primer rayo de fe convertirse en la convicción de que él era el único auxiliador del pecador, y había visto crecer esa convicción con cada esfuerzo del paralítico por llegar a su presencia. Cristo era quien había atraído a sí mismo al que sufría. Y ahora, con palabras que eran como música para los oídos a los que eran destinadas, el Salvador dijo: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados” (Mat. 9:2). CMM 53.2

La carga de culpa se desprende del alma del enfermo. Ya no puede dudar. Las palabras de Cristo manifiestan su poder para leer en el corazón. ¿Quién puede negar su poder de perdonar los pecados? La esperanza sucede a la desesperación, y el gozo a la tristeza deprimente. Ya desapareció el dolor físico, y todo el ser del enfermo está transformado. Sin pedir más, reposa silencioso y tranquilo, demasiado feliz para hablar. CMM 53.3

Muchos observaban suspensos tan extraño suceso y se daban cuen-ta de que las palabras de Cristo eran una invitación que les dirigía. ¿No estaban ellos también enfermos del alma por causa del pecado? ¿No ansiaban ellos también verse libres de su carga? CMM 53.4

Pero los fariseos, temerosos de perder la influencia que ejercían so-bre la muchedumbre, decían en su corazón: “Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?” (Mar. 2:7). CMM 54.1

Fijando en ellos su mirada, bajo la cual se sentían acobardados y retrocedían, Jesús dijo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados, o de-cir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados”, agregó dirigiéndose al paralítico: “Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa” (Mat. 9:4-6). CMM 54.2

Entonces, el que había sido traído en camilla a Jesús se levantó con la elasticidad y la fuerza de la juventud. E inmediatamente, “tomando su lecho, salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa” (Mar. 2:12). CMM 54.3

Se necesitaba nada menos que un poder creador para devolver la salud a ese cuerpo decaído. La misma voz que infundió vida al hombre creado del polvo de la tierra la infundió al paralítico moribundo. Y el mismo poder que dio vida al cuerpo, renovó el corazón. Aquel que en la creación “dijo, y fue hecho”; que “mandó, y existió” (Sal. 33:9), in-fundió vida al alma muerta en transgresiones y pecados. La curación del cuerpo era prueba evidente del poder que había renovado el cora-zón. Cristo mandó al paralítico que se levantara y anduviera, “para que sepáis -dijoque el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados”. CMM 54.4

El paralítico encontró en Cristo curación para su alma y para su cuerpo. Necesitaba la salud del alma antes de poder apreciar la salud del cuerpo. Antes de poder sanar la enfermedad física, Cristo tenía que infundir alivio al espíritu y limpiar el alma de pecado. No hay que pasar por alto esta lección. Actualmente miles que adolecen de enfermedades físicas desean, como el paralítico, oír el mensaje: “Tus pecados te son perdonados”. La carga del pecado, con su desasosiego y sus deseos nunca satisfechos, es la causa fundamental de sus enfermedades. No podrán encontrar alivio mientras no acudan al Médico del alma. La paz que él solo puede dar devolverá el vigor a la mente y la salud al cuerpo. CMM 54.5

El efecto producido en el pueblo por la curación del paralítico fue como si el cielo se hubiera abierto para revelar las glorias de un mundo mejor. Al salir el que había sido curado por entre la muchedumbre, bendiciendo a Dios a cada paso y llevando su carga como si no pesara más que una pluma, el pueblo se apartaba para dejarlo pasar, mirándolo con extrañeza y susurrando: “Hoy hemos visto maravillas” (Luc. 5:26). CMM 55.1

Hubo gran regocijo en la casa del paralítico cuando este volvió tra-yendo con facilidad la cama en que lentamente lo habían llevado de su presencia. Lo rodearon con lágrimas de gozo, pudiendo apenas creer lo que sus ojos veían. Allí estaba él delante de ellos en todo el vigor de la virilidad. Aquellos brazos que ellos habían visto sin vida obedecían con rapidez a su voluntad. La carne antes encogida y plomiza, ahora la veían fresca y sonrosada. El hombre andaba con paso firme y con sol-tura. El gozo y la esperanza se dibujaban en todo su semblante; y una expresión de pureza y paz había reemplazado las señales del pecado y del padecimiento. Una gozosa gratitud subía de aquella casa, y Dios resultaba glorificado por medio de su Hijo, quien había devuelto espe-ranza al desesperado, y fuerza al agobiado. Aquel hombre y su familia estaban dispuestos a dar la vida por Jesús. Ninguna duda oscurecía su fe, ninguna incredulidad disminuía su lealtad para con aquel que había traído luz a su lóbrego hogar (Ibíd., pp. 49-53). CMM 55.2

4. El modo de curar de Cristo. Este mundo es un vasto lazareto, pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de Satanás. Él era, en sí mismo, la salud y la fuerza. Impartía vida a los enfermos, a los afligidos, a los poseídos por los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para recibir su poder sanador. Sabía que aquellos que le pedían ayuda habían atraído la enfermedad sobre sí mismos; sin embargo, no se negaba a sanarlos. Y, cuando la virtud de Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pe-cado, y muchos eran sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas. El evangelio posee todavía el mismo poder, y ¿por qué no habríamos de presenciar hoy los mismos resultados? CMM 55.3

Cristo siente los males de todo doliente. Cuando los malos espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan dispues-to a sanar a los enfermos ahora como cuando estaba personalmente en la tierra. Los siervos de Cristo son sus representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. Él desea ejercer por ellos su poder curativo. CMM 55.4

En las curaciones del Salvador hay lecciones para sus discípulos. Una vez ungió con barro los ojos de un ciego, y le ordenó: “Ve a lavarte en el estanque de Siloé[...] Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (Juan 9:7). Lo que curaba era el poder del gran Médico, pero él em-pleaba medios naturales. Aunque no apoyó el uso de drogas, sancionó el de remedios sencillos y naturales. CMM 56.1

A muchos de los afligidos que eran sanados, Cristo dijo: “No peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (Juan 5:14). Así enseñó que la enfermedad es resultado de la violación de las leyes de Dios, tanto naturales como espirituales. El mucho sufrimiento que impera en este mundo no existiría si los hombres viviesen en armonía con el plan del Creador... CMM 56.2

Estas lecciones son para nosotros. Hay condiciones que deben ob-servar todos los que quieran conservar la salud. Todos deben aprender cuáles son esas condiciones. Al Señor no le agrada que se ignoren sus leyes, naturales o espirituales. Hemos de colaborar con Dios para de-volver la salud al cuerpo tanto como al alma. CMM 56.3

Y debemos enseñar a otros a conservar y recobrar la salud. Para los enfermos, debemos usar los remedios que Dios proveyó en la naturale-za, y debemos señalarles a aquel que es el único que puede sanar. Nues-tra obra consiste en presentar a los enfermos y dolientes a Cristo en los brazos de nuestra fe. Debemos enseñarles a creer en el gran Médico. Debemos echar mano de su promesa, y orar por la manifestación de su poder. La misma esencia del evangelio es la restauración, y el Salvador quiere que invitemos a los enfermos, los imposibilitados y los afligidos a echar mano de su fuerza. CMM 56.4

El poder del amor estaba en todas las obras de curación de Cristo, y únicamente participando de este amor, por la fe, podemos ser instrumentos apropiados para su obra. Si dejamos de ponemos en relación divina con Cristo, la corriente de energía vivificante no puede fluir en ricos raudales de nosotros a la gente. Hubo lugares donde el Salvador mismo no pudo hacer muchos prodigios por causa de la incredulidad. Así también, la incredulidad separa a la iglesia de su Auxiliador divino. Ella está aferrada solo débilmente a las realidades eternas. Por su falta de fe, Dios queda chasqueado y despojado de su gloria (Consejos sobre la salud, pp. 29-31). CMM 56.5

5. El método de evangelización de Cristo. El Salvador dedicó más tiempo y energías a la curación de los enfermos que a la predicación del evangelio. El último encargo que les dio a los apóstoles -sus representantes en la tierrafue que impusieran las manos sobre los enfermos, para sanarlos. Y, cuando el Maestro vuelva, recompensará a los que hayan visitado a los enfermos y aliviado las necesidades de los afligidos. CMM 57.1

Nuestro Salvador experimentaba una tierna simpatía por los pobres y los dolientes. Y, si nosotros somos seguidores de Cristo, debemos cul-tivar también la compasión y la simpatía. El amor por la humanidad doliente debe reemplazar a la indiferencia por la aflicción humana. La viuda, el huérfano, el enfermo y el moribundo siempre necesitarán que se los ayude. Entre ellos existe una dorada oportunidad para proclamar el evangelio y para poner en alto el nombre de Jesús, la única esperanza y consolación del ser humano. Cuando la persona que sufre obtiene sanidad, y se ha demostrado un interés viviente por el alma afligida, entonces el corazón se abre, y se puede derramar el bálsamo celestial sobre él. Si acudimos a Jesús y obtenemos de él conocimiento, fortaleza y gracia, podremos impartir su consuelo a los demás, porque el Conso-lador está con nosotros (Ibíd., p. 34). CMM 57.2

6. Los médicos deben revelar atributos de Cristo. Los médicos deben revelar los atributos de Cristo, perseverando firmemente en la obra que Dios les ha encargado. Los ángeles han sido comisionados para dar, a los que realizan fielmente esta obra, conceptos más amplios del carácter y la obra de Cristo, y de su poder, su gracia y su amor. Así se convierten en participantes de su imagen, y día tras día crecen hasta la plena estatura de hombres y mujeres en Cristo. Es el privilegio de los hijos de Dios aumentar constantemente su comprensión dé la verdad, para que puedan introducir en la obra amor a Dios y al cielo, y extraer de los demás agradecimiento a Dios debido a la abundancia de su gra-cia (Ibíd., pp. 595, 596). CMM 57.3