El Camino A Cristo
Capítulo 4 - Confesión
“EL QUE OCULTA sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y se aparta de ellos alcanzará misericordia”. 1 CC 36.1
Las condiciones para obtener la misericordia de Dios son sencillas, justas y razonables. El Señor no nos exige que hagamos alguna cosa penosa para ob-tener el perdón de los pecados. No necesitamos hacer largas y cansadoras peregrinaciones, ni ejecutar duras penitencias, para recomendar nuestras almas al Dios de los cielos o para expiar nuestra transgresión; pero quien confiesa su pecado y lo abandona, obtendrá misericordia. CC 36.2
El apóstol dice: “Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados”. 2 Confiesa tus pecados a Dios, el único que puede perdonarlos, y tus faltas a tu próji-mo. Si has ofendido a tu amigo o vecino, debes reco-nocer tu falta, y es su deber perdonarte libremente. Luego debes buscar el perdón de Dios, porque el her-mano a quien has ofendido es propiedad de Dios, y al herirlo has pecado contra su Creador y Redentor. Debemos presentar el caso delante del único y verda-dero Mediador, nuestro gran Sumo Sacerdote, quien “ha sido tentado en todo de la misma manera que no-sotros, aunque sin pecado”, y puede “compadecerse de nuestras debilidades” 3 y está capacitado para limpiamos de toda mancha de iniquidad. CC 36.3
Quienes no han humillado sus almas delante de Dios, reconociendo su culpa, no han cumplido todavía la primera condición de la aceptación. Si no hemos experimentado ese arrepentimiento del que no hay que arrepentirse, y si no hemos confesado nuestros pecados con verdadera humillación de corazón y quebrantamiento de espíritu, aborreciendo nuestra iniquidad, entonces nunca hemos buscado verdaderamente el perdón de nuestros pecados; y si nunca lo hemos buscado, nunca hemos encontrado la paz de Dios. La única razón por la que no obtenemos la remisión de nuestros pecados pasados es que no estamos dispuestos a humillar nuestro corazón y cumplir con las condiciones de la Palabra de verdad. Se nos dan instrucciones explícitas tocante a este asunto. La confesión de nuestros pecados, ya sea pública o privada, debería ser expresada de corazón y libremente. No debe ser arrancada del pecador. No debe hacerse de un manera ligera y descuidada, o exigirse de quienes no tienen una real comprensión del carácter aborrecible del pecado. La confesión que brota de lo íntimo del ser encuentra su camino hacia el Dios de piedad infinita. El salmista dice: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón, y salva a los contritos de espíritu”. 4 CC 37.1
La verdadera confesión es siempre de carácter específico y reconoce pecados particulares. Pueden ser de tal naturaleza que sólo deban presentarse delante de Dios; pueden ser agravios que deban confesarse individualmente a los que hayan sufrido daño por ellos; o pueden ser de un carácter público y, en ese caso, deberán confesarse públicamente. Toda confesión debería ser definida y al punto, recono-ciendo los mismos pecados de que seas culpable. CC 37.2
En los días de Samuel los israelitas se apartaron de Dios. Estaban sufriendo las consecuencias del pe-cado; porque habían perdido su fe en Dios, perdieron el discernimiento de su poder y su sabiduría para go-bernar a la nación, perdieron su confianza en la capa-cidad del Señor para defender y vindicar su causa. Se alejaron del gran Gobernante del universo y desearon ser gobernados como las naciones que los rodeaban. Antes de encontrar paz hicieron esta confesión explí-cita: “Porque a todos nuestros pecados hemos añadi-do este mal de pedir rey para nosotros”. 5 Tenían que confesar el mismo pecado del cual eran culpables. Su ingratitud oprimía sus almas y los separaba de Dios. CC 38.1
Dios no aceptará la confesión sin sincero arre-pentimiento y reforma. Debe haber un cambio de-cidido en la vida; debe quitarse toda cosa que sea ofensiva a Dios. Esto será el resultado de una ver-dadera tristeza por el pecado. Se nos presenta cla-ramente la obra que tenemos que hacer de nuestra parte: “¡Lavaos, limpiaos; apartad la maldad de vuestras obras de delante de mis ojos; cesad de hacer lo malo; aprended a hacer lo bueno; buscad lo justo; socorred al oprimido; mantened el derecho del huérfano, defended la causa de la viuda!” 6 “Si el impío restituye la prenda robada, devuelve lo que haya robado y camina en los estatutos de la vida, sin cometer iniquidad, vivirá ciertamente y no mo-rirá”. 7 Pablo, hablando de la obra del arrepentimiento, dice: “Que hayáis sido entristecidos según Dios, ¡qué preocupación produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto”. 8 CC 38.2
Cuando el pecado ha amortiguado la percepción moral, el pecador no discierne los defectos de su ca-rácter ni se da cuenta de la enormidad del mal que ha cometido; y, a menos que ceda al poder convincente del Espíritu Santo, permanece parcialmente ciego a su pecado. Sus confesiones no son sinceras ni de corazón. Cada vez que reconoce su culpa trata de excusar su conducta, declarando que si no hubiera sido por ciertas circunstancias no habría hecho esto o aquello por lo cual se lo reprueba. CC 39.1
Después que Adán y Eva comieran del fruto prohibido los embargó una sensación de vergüenza y terror. Al principio sólo pensaban en cómo excusar su pecado y escapar de la terrible sentencia de muerte. Cuando el Señor los interrogó con respecto a su pecado, Adán replicó, echando la culpa en parte a Dios y en parte a su compañera: “La mujer que diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. La mujer echó la culpa a la serpiente, diciendo: “La serpiente me engañó, y comí”. 9 [Es decir:] “¿Por qué hiciste a la serpiente? ¿Por qué le permitiste que entrara en el Edén?” Esas eran las preguntas implícitas en la excusa de su pecado, haciendo así a Dios responsable de su caída. El espí-ritu de autojustificación tuvo su origen en el padre de la mentira, y ha sido manifestado por todos los hijos y las hijas de Adán. Las confesiones de esta clase no son inspiradas por el Espíritu divino y no serán aceptables ante Dios. El arrepentimiento verdadero inducirá al hombre a cargar con su propia culpabilidad y a reconocerla sin engaño ni hipocresía. Como el pobre publicano, quien no osaba siquiera alzar sus ojos al cielo, exclamará: “¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!”, y los que así reconozcan su culpa serán justificados, porque Jesús presentará su sangre en favor de la persona arrepentida. CC 39.2
Los ejemplos de arrepentimiento y humillación genuinos que ofrece la Palabra de Dios revelan un espíritu de confesión sin excusa por el pecado ni intento de autojustificación. Pablo no procuró defenderse; pinta su pecado con los matices más oscuros, sin intentar atenuar su culpa. Dice: “Yo encerré en cárceles a muchos de los santos, habiendo recibido poderes de los principales sacerdotes; y cuando los mataron, yo di mi voto. Y muchas veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras”. 10 Sin vacilar declara: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”. 11 CC 40.1
El corazón humilde y quebrantado, enternecido por el arrepentimiento genuino, apreciará algo del amor de Dios y el costo del Calvario; y así como el hijo se confiesa ante un padre amoroso, así el que esté verdaderamente arrepentido presentará todos sus pecados ante Dios. Y está escrito: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiamos de toda maldad”. 12 CC 41.1