La Verdad acerca de los Angeles

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Capítulo 4—El origen del mal

El origen del mal, un misterio

Los ángeles habían sido creados llenos de bondad y amor. Se amaban unos a otros sin parcialidad y a Dios en forma suprema. Ese amor los motivaba a complacer al Creador. Para ellos, la ley de Dios no representaba un yugo penoso, sino que se deleitaban en cumplir sus mandamientos y estar atentos a la voz de su palabra. Sin embargo, en ese ambiente de paz y pureza, se originó el pecado en aquel que había sido perfecto en todos sus caminos. El profeta escribe acerca de él: “Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor”. Ezequiel 28:17. El pecado es algo misterioso e inexplicable. No hay razón para su existencia. Intentar explicarlo, nos llevaría a tratar de encontrar una razón y un justificativo. El pecado apareció en un universo perfecto, algo que se muestra inexcusable.—The Signs of the Times, 28 de abril de 1890. VAAn 33.1

Dios tenía un conocimiento de los eventos futuros aún antes de la creación del mundo. No adaptó sus propósitos a las circunstancias sino permitió que éstas se desarrollaran. No produjo ciertas condiciones, pero sabía que éstas existirían. El plan que se llevaría a cabo en caso de que alguna de las inteligencias celestiales desertara, era el misterio “que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos”. Romanos 16:25. En los concilios celestiales se preparó un ofrecimiento que habría de cumplir lo que finalmente Dios ha hecho por la humanidad caída.—The Signs of the Times, 25 de marzo de 1897. VAAn 33.2

La entrada del pecado en el cielo no puede ser explicada. Si pudiera explicarse se daría alguna razón para la aparición del pecado. Pero como no hay siquiera una excusa para su existencia, su origen permanece rodeado de misterio.—The Review and Herald, 9 de marzo de 1886. VAAn 34.1

Dios no creó el mal. Sólo hizo lo bueno; aquello que es a su semejanza... El mal, el pecado y la muerte... son el resultado de la desobediencia que se originó en Satanás.—The Review and Herald, 4 de agosto de 1910. VAAn 34.2