Joyas de los Testimonios 2

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El cuidado de Dios por su obra*

Fué en circunstancias difíciles y desalentadoras cuando Isaías, aún joven, fué llamado a la misión profética. El desastre amenazaba a su país. Por haber transgredido la ley de Dios, los habitantes de Judá habían perdido todo derecho a su protección, y las fuerzas asirias estaban por subir contra el reino de Judá. Pero el peligro de sus enemigos no era la mayor dificultad. Era la perversidad del pueblo lo que sumía al siervo del Señor en el más profundo desaliento. Por su apostasía y rebelión, dicho pueblo estaba atrayendo sobre sí los juicios de Dios. El joven profeta había sido llamado a darle un mensaje de amonestación, y sabía que encontraría una resistencia obstinada. Temblaba al considerarse a sí mismo, y pensaba en la terquedad e incredulidad del pueblo por el cual debía trabajar. Su tarea le parecía casi desesperada. ¿Debía renunciar a su misión, descorazonado, y dejar a Israel en paz en su idolatría? ¿Habrían de reinar en la tierra los dioses de Nínive y desafiar al Dios del cielo? 2JT 348.1

Tales eran los pensamientos que se agolpaban en su mente mientras estaba debajo del pórtico del santo templo. De repente, la puerta y el velo interior del templo parecieron alzarse o retraerse, y se le permitió mirar adentro, al lugar santísimo, donde ni siquiera los pies del profeta podían penetrar. Se alzó delante de él una visión de Jehová sentado sobre un trono alto y elevado, mientras que su séquito llenaba el templo. A cada lado del trono se cernían los serafines, que volaban con dos alas, mientras que con otras dos velaban su rostro en adoración, y con otras dos cubrían sus pies. Estos ministros angélicos alzaban su voz en solemne invocación: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos: toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:3), hasta que los postes y las columnas y las puertas de cedro parecían temblar, y la casa se llenaba de sus alabanzas. 2JT 348.2

Nunca antes había comprendido Isaías la grandeza de Jehová o su perfecta santidad; y le parecía que debido a su fragilidad e indignidad humanas debía perecer en aquella presencia divina. “¡Ay de mí!—exclamó—que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.” Isaías 6:3, 5. Pero se le acercó un serafín con el fin de hacerle idóneo para su gran misión. Un carbón ardiente del altar tocó sus labios mientras se le dirigían las palabras: “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.” Y cuando se oyó la voz de Dios que decía: “¿A quién enviaré, y quién nos irá?” Isaías respondió con plena confianza: “Heme aquí, envíame a mí.” Vers. 7, 8. 2JT 349.1

¿Qué importaba que las potencias terrenales estuviesen desplegadas contra Judá? ¿O que en su misión Isaías tuviese que hacer frente a la oposición y resistencia? Había visto al Rey, el Señor de los ejércitos; había oído el canto de los serafines: “Toda la tierra está llena de su gloria,” y el profeta había sido fortalecido para la obra que tenía delante de sí. Llevó consigo a través de toda su larga y ardua misión el recuerdo de esta visión. 2JT 349.2